Algunos comentaristas políticos estadunidenses han sugerido que el sexgate de Clinton ha abierto una nueva era para la representación política de Washington. Sus signos distintivos son degenerativos: final de una concepción virtuosa de la Casa Blanca, eliminación de los símbolos de dignidad presidencial, destrucción de la imaginería heroica de la política estadunidense.
Este escándalo político-sexual es, sin embargo, más complejo que un simple derrumbamiento de iconos de virtud y heroismo. La presidencia ha sido, en efecto, burlada y humillada: escenas de pornografía de baja calidad, rostros de un presidente que expresaba consternación y horror ante los cuestionarios minuciosos de una burocracia de trazos inquisitoriales.
Pero al mismo tiempo y en las mismas pantallas hemos visto gestos y gestas de un heroismo primitivo, arropado con signos de sofisticación hipertecnológica y poder universal: guerra en las estrellas, grandes poses teatrales perfectamente diseñadas, en las que el perfil del presidente se recortaba con la perfección de una escena de Hollywood, sobre el fondo de escenarios militares y encuentros trasnacionales, con la sublime expresión inalterable de un triunfo, característica de los mejores retratos imperiales del Renacimiento. Esta crisis tiene que ver con la decadencia de los símbolos de representación presidencial estadunidense, pero con algo más también: una transformación de los discursos monetarios, tecnológicos y militares en la aldea electrónica.
Esta transformación puede leerse por medio de sus dos extremos: la representación micropolítica del poder, por una parte, y la escala planetaria de la crisis civilizatoria que vivimos, por otra. La transformación micropolítica es una historia por largo tiempo anunciada. Ya no se manifiestan en efecto, ideologías, ya no hay discursos políticos propiamente hablados. El poder estatal, financiero y militar se traduce en el hermético lenguaje tecnicista de las estadísticas monetarias y sociales, y en las imágenes triviales del espectáculo mediático-comercial.
Sin embargo, la transformación micropolítica de la representación o de la producción mediática del poder ha alcanzado en el impeachment virtual de Clinton un grado extremo y radical: una auténtica analítica jurídico-sexual.
Sexualidad oral, miedo vaginal, represión emocional, fetichismo, un erotismo torpe y tosco: estos son los signos sexuales del proceso. Por medio de su producción electrónica, esta imaginería sexual (pornográfica en el doble sentido de un erotismo inhibido y fragmentario, reformulado para el consumo mediático por un aparato jurídico-sexual perverso) ha adquirido una función, si no normativa, sí al menos expresiva y referencial. Por otra parte, el espectáculo políticosexual de la Casa Blanca ha puesto en escena actitudes, deseos o valores muy cercanos a las formas de vida de la clase media estadunidense. La mezcla de moralismo y voyeurismo que ha distinguido a las diferentes etapas y escenarios de este proceso, desde descripciones micropolíticas de caricias clitorianas hasta encendidas declaraciones en defensa de los valores monogámicos de la familia, define un modelo de sexualidad posmoderna.
Esta sexualidad que se manifiesta en la vida cotidiana estadunidense en dos signos extremos y complementarios: la histeria colectiva contra el acoso sexual, por una parte, y el desbordante consumo voyeurista en las pantallas de la Internet, por la otra. Ha sido precisamente esta dimensión multimediática de una pornografia centrada en torno a una sexualidad fetichista, fragmentada y frustrada la que ha paralizado a la audicencia mediática estadunidense y global en un efecto nuevo de hipnosis electrónica masiva.
El segundo extremo con el que se define la nueva política en la aldea electrónica es la crisis social, económica y ecológica que padece la humanidad de este fin de siglo. Más exactamente: se trata del apantallamiento de esta crisis en la era del fin de las ideologías (el concepto preciso es screened reality, no la categoría esteticista de hiperrealismo). Un periodista del New York Times ha hecho recientemente el comentario de que nunca antes un presidente de Estados Unidos había entretenido tanto a su audiencia. Más allá de su corriente cinismo, esta observación señala una dirección interesante: la conexión entre la sexualidad mediática y las altas decisiones políticas. Este segundo aspecto del escándalo Clinton-Lewinsky es probablemente el más revolucionario de todo su proceso.
No se trata, ciertamente, de una politización de la sexualidad, como pretendían la teoría crítica europea de la sex-pol en los años de la primera posguerra europea, y las protestas y movimientos estudiantiles de la década de los sesenta. Tampoco nos encontramos frente a una erotización de la política, como la que ha brotado en todos los estallidos revolucionarios de nuestra época, desde la Independencia de Estados Unidos hasta la revolución anarquista española de 1936. Lo que hemos visto en nuestras pantallas es algo así como la aplicación de la estética del realismo mágico a la política: soap opera en la Casa Blanca, fascinación fetichista en prime time, abreacciones moralistas de la alta casa de los representantes, reconstrucciones jurídicas microsexuales, en fin, la política como glamour de la pornografía presidencial en el espectáculo comercial de la aldea electrónica. Ahora bien, este espectáculo ha sido el travestimiento simple de las crisis sociales, ecológicas y financieras de este final siglo.
A comienzos de esta crisis podía verse en cualquiera de los cines comerciales estadunidenses un producto standard de la industria de Hollywood que pretendía ilustrar (con una trivializada perspectiva intelectual posmodernista) esta nueva dimensión pornográfica del espectáculo político. Su guión era simplísimo. Un presidente declara la guerra virtual contra Albania para poner su relección a salvo de un escándalo sexual. La producción mediática de la guerra bajo la dirección de un virtuoso de la industria de la comunicación se corona con éxito. El presidente es diseñado en las pantallas como héroe nacional de la paz y, en consecuencia, relegido.
La crisis político-sexual de la presidencia estadunidense debe interperetarse exactamente en el sentido opuesto que sugiere el guión de este filme. No se hacen simulacros electrónicos de guerras para vengar raptos sexuales reales, al contrario de lo que nos cuentan los mitos y sagas antiguos. Más bien se representan escándalos sexuales en la virtualidad de los medios de comunicación para distraer la atención de las masas electrónicas tardomodernas del deterioro político que entrañan las crisis militares, los desastres ecológicos o los hundimientos financieros y sociales a escala planetaria.
Esto no quiere decir que el llamado sexgate no haya sido en primer lugar un producto de la industria de la comunicación en el más puro de los sentidos posmodernistas. Entre otras cosas, este escándalo ha consagrado en los Estados Unidos a la Internet como el medio privilegiado de la masa electrónica de final de siglo. Ha coincidido precisamente con un verdadero boom comercial de la World Wide Web. Además, acaba de arrancar de la omnisciente y omnipresente CNN la declaración según la cual el espectáculo de la sexualidad presidencial constituye precisamente un derecho y la condición ineludible de la democracia estadunidense. Sin embargo, hay algo todavía más importante que la serie de efectos virtuales generados en las susucesivas entregas de este folletón multimediático: las crisis reales que apantalla.
El affaire saltó por primera vez a las pantallas precisamente cuando Asia era arrasada por un diluvio financiero que se llevó consigo a millones de humanos a la infrapobreza, con el sostenido aplauso de la administración financiera de Washington, que no ha dejado de defender las virtudes de sus estrategias económicas globales hasta el día de hoy. Luego vinieron los primeros efectos visibles a gran escala del calentamiento global de la biósfera, resultante a corto plazo de la negativa de Estados Unidos a asumir las medidas de protección ambiental formuladas ya en el Eco92 de Rio de Janeiro. Durante el verano austral de 1997-98 la selva húmeda de los trópicos ha ardido (una contradicción en los términos) a lo ancho de la franja tropical del planeta y en áreas tan amplias como muchas naciones europeas, con la destrucción de los medios de sobrevivencia de las comunidades regionales y el deterioro imprevisible de las condiciones climatológicas globales como sus últimas consecuencias.
El endurecimiento de los conflictos armados entre el mundo industrial y el universo cultural árabe, desde Albania y Argelia hasta Pakistán, sin descontar las versiones repetidas de la guerra de la estrellas sobre los cielos verdes del Bagdad de CNN, ha sido la otra constelación apantallada por el glamour del sexgate. Deterioro de las condiciones de vida de masas de millones de humanos en Asia, Africa y América Latina; migraciones masivas provocadas por crisis ecológicas, económicas y militares; guerras étnicas y religiosas, pertrechadas con armas de los países industrializados; descomposición de la transición democrática soviética; expansión de armas nucleares a lo ancho de Asia, y en el penúltimo acto de esta novela por entregas, o sea la votación en favor del impeachment y el juicio al presidente en el Senado, un desorbitante aumento presupuestario destinado al complejo industrial-militar.
Cada vez que uno u otro aspecto de estas crisis se manifestaba en las pantallas, a lo largo del último año, los episodios y suspenses del escándalo sexual se electrizaban automáticamente. Aparecían detalles hiperrealistas, como las manchas de semen, se debatían los límites político-semánticos del concepto de relación sexual, y las páginas de los periódicos y los websites se llenaban de disquisiciones escolásticas, testimonios eróticos y debates moralistas perfectamente superfluos. Y cuando, algo más tarde, pasaban los efectos mediáticos de la crisis bursátiles, se olvidaban las emociones provocadas por el ataque terrorista o se mitigaba la agitación política provocada por las explosiones atómicas subterráneas, el presidente resurgía de las cenizas de su humillación pública, lo mismo que Superman se rehace de sus combates desiguales con los poderes del mal. Una victoriosa guerra electrónica, alzas en la bolsa, el superávit presupuestario o un viaje a los escenarios mediáticos de un evento internacional terminaban por coronar el suspense políticosexual con la confirmación de que, de todas maneras, la aldea global seguía en orden.
El efecto hipnótico del espectáculo político-pornográfico sobre la masa electrónica tardomoderna no es nuevo. Lo hemos visto en dos de los grandes crisis políticas del final siglo: la tormenta del desierto con la forma de un video-game a gran escala, y la muerte de la princesa Diana con la versión de un melodrama lacrimoso. Lo nuevo en el affaire de Clinton es la escala mundial de los conflictos militares, la corrupción política, y el masivo deterioro social y ecológico que abraza.
Todo este relato no tiene otro objeto que formular una simple pregunta: ¡Qué nos depara el próximo futuro, el cambio de siglo, el nuevo milenio! ¿Un futuro definido por la mezcla de fundamentalismo inquisitorial, hipocresía moral y política, y desorden mundial que ha distinguido todo el proceso del impeachment? ¿Una revisión crítica, que cuestione y controle los devastadores efectos sociales de las políticas monetarias internacionales, una revisión de los destructivos efectos ecológicos que acompañan la globalización, y el sostenido desarrollo del complejo tecnológico-militar en el concierto mundial de la posguerra fría? Simple y osada pregunta. Pero pregunta que puede cerrarse con una respuesta provisional: esta crisis de la presidencia estadunidense no abre verdaderamente una nueva era política ni pone en cuestión las categorías dominantes de una civilización posmoderna o una época poshistórica. Esta crisis es más bien una coronación peculiar y sofisticada de la transformación planetaria de la política como espectáculo y de la destrucción de la sociedad civil que la acompaña. b
(*) El autor, doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona, es académico en universidades de Nueva York, Pricenton, Madrid y Sao Paulo, entre otras, en las cuales imparte cursos de literatura, filosofía y estética. Autor de libros como Figuras de la conciencia desdichada (1979), La ilustración insuficiente (1983), El alma y la muerte (1983), La cultura como espectáculo (1988) y Razón y nihilismo (1990), entre otros, es colaborador en distintos medios impresos, como El País de Madrid, Economía Hoy de Caracas y Página 12 de Buenos Aires.