Hay ciegos que ven. No que el velo que los nubla no sea verdadero, sino que no alcanza para impedirles percibir de más. Uno hasta piensa de ellos, qué tal si vieran normal; con esa fuerza que ni la ceguera tapa, imagínense lo que verían.
En los pueblos se les teme, se les venera y se les cree, porque los ciegos no pueden mentir. Bastante tienen con su problema para todavía andar inventando otro mundo, si no se la acaban con éste que se les niega, que les da gato por liebre, bruma o tinieblas en vez de formas, colores, texturas, profundidad de campo y gran angular.
Para los ciegos que ven, el horizonte es vertical, no corre entre izquierda y derecha sino sube, como la llama de una vela que en la punta lengüetea. El Greco y Modigliani, sin ser ciegos, veían así.
Arcadio no es ciego de pueblo, sino de urbe. Nadie lo respeta: En el metro lo empujan, en la calle patean su bastón blanco. En fin, en los ciegos nadie se fija.
-Dichosos los ojos -dijo Topacio cuando se detuvo Arcadio frente al puesto, casi chocando con Sobrino, que no vio al ciego. Cosas de la vida, fue el ciego quien lo vio antes de responder a Topacio:
-Dichosos los tuyos, niña. Pero, ¿qué te hierve? ¿Por qué te ves así? ¿Qué te pesa?
Sobrino pensó ¿y este güey? Más se sorprendió cuando topacio dio muestras de haber entendido:
-Las palabras, Arcadio, las palabras y quien las dice.
-Pobres ustedes que les toca lidiar con los nosotros -dijo Arcadio, dirigiéndose en Topacio a las mujeres en general.
-No sé usted, Arcadio -dijo ella-, pero el problema de los hombres no es que sean hombres, sino que no sepan serlo. La tratan a una creyendo y haciendo creer que bien que lo son.
-Eres tan transparente, niña, que me dan ganas de llorar -dijo Arcadio, viendo de más, adivinando casi.
Topacio se sobresaltó. Bien sabe lo terriblemente oscuras que pueden ser las lágrimas de un ciego.
-No se ponga así, Arcadio, que pasó -dijo Topacio, en el fondo halagada por la atención del ciego. Ya quisiera Sobrino, que la ve todos los días, verla tan clarito como Arcadio.
Sobrino se la pasa en el avión y no se entera de nada, pero las complicidades de la mujer y el ciego le provocan un cierto orgullo de género, y contraatacó:
-¿Y por qué a nosotros nadie nos tiene lástima por lidiar con las viejas?
Iba a decir ``las pinches viejas'', pero la manera en que sintió que Arcadio le clavaba sus blancos globos aculares lo chiveó de plano.
-Así habla, Sobrino. No haga caso -intervino Topacio acostumbrada a las burradas de Sobrino.
Bien vislumbró Arcadio que, humana tenía que ser, Topacio cargaba un asunto del corazón. Eso le hervía, cuándo no.
-¿Y la venta?
-Floja Arcadio, no sale. He rebajado los precios y ni así.
-¡Qué caray!
Entonces Arcadio tuvo una ocurrencia para moler a Sobrino:
-Oye, chamaco, dime: ¿De qué color son los ojos de esta princesa -y señaló a Topacio con el bastón.
-Pues de qué color van a ser -dijo Sobrino.
-¿Sí?
-Son... cafés, no ¿Miel? -dudó.
-¿Color miel? -paladeó el ciego.
Sobrino, elocuente como suele, titubeó:
-Eh, no, este, cómo se llama, cómo diré. Ambar.
-¿Color ámbar?
-Ajá, eso.
Se puso colorado Sobrino. En ese momento descubrió que nunca había observado bien a bien el color de los iris de Topacio, y que debió venir un ciego para mostrarle.
-Bonitos tus ojos, niña. Su color pegajoso, ¿es dulce? Se hace imán de frotar? -dijo Arcadio, y empezó a despedirse.
Halagada, Topacio dijo:
-Ahí nos vemos.
-Ahí nos oímos -dijo Arcadio.
-¿Lo acompaño a la esquina? -se ofreció Sobrino, queriéndose sacar la espina.
-No, gracias -dijo el ciego-, creo que solo veo mejor, no te me vayas a tropezar y nos caemos juntos.
-¿No hay remedio? -preguntó la muchacha a Sobrino, una vez que Arcadio se hubo marchado.
-¿Qué qué? -dijo el aludido.
Topacio se internó en su puesto diciendo:
-Quisiera creer que no todos los hombres son iguales, pero me faltan pruebas.