No conozco la novela de Irving Welsh, pero logré ver la película de Danny Boyle que para nuestro consumo fue titulada La vida en el abismo, sin duda porque Trainspotting es un término que nada nos dice (se nos aclara que es un viejo juego infantil de ver pasar trenes y que se extiende al heroinómano inanimado que ve pasar trenes que no existen). El tremebundo título que se le dio en español poco coincide con la esencia de esta cinta, dura, sin concesiones y extremadamente revulsiva. En ella Mark Renton, el narrador, te mira directamente a los ojos por medio de la cámara y te dice que no quiere ser como tú, con tus preocupaciones clasemedieras y tu rutina. Pero cuando ves a esa bebita gateando por el suelo entre personajes drogados, incluso su madre; cuando asistes a la preocupación de los señores Renton y sus deseos de ayudar a su hijo; cuando uno de los personajes cae en la cárcel y otro muere de sida; cuando te horroriza la violencia sin sentido de Begbie o te condueles de los esfuerzos de Mark por cambiar de vida y sus caídas por culpa de su ``banda'' hasta la traición final, te puedes preguntar -si eres una persona joven- cuál de las dos clases de vida es más rechazable. Y escoges y puede ser que escojas bien.
Un subtexto es el rechazo a la aceptación del propio cuerpo como dador de placer y de buena calidad de vida, que se tiene desde la década de los sesenta y que en algunos estratos llega a excesos, ciertamente. Pero para estos muchachos el cuerpo parece ser un mero excretor de suciedad: mierda, vómitos y, como aparece en la versión teatral, menstruación. El sexo mismo -cuando la heroína produce impotencia en los machos- una mera eyaculación, en que da lo mismo verter la esperma en un cuerpo femenino -sea éste el que sea- o en un hoyo en la tierra del parque. La vida de estos personajes -cuatro de los cuales delinquen por conseguir dinero para drogarse y el quinto por el puro placer de delinquir- produce la doble sensación, casi aristotélica, de piedad y de rechazo.
La versión cinematográfica muestra todo el horror de la degradación, a veces recurriendo a efectos especiales. Verdad de Perogrullo, el lenguaje teatral es diferente, por lo que la versión teatral de Harry Gibson traslapa la violencia visual a la violencia del lenguaje. Cineasta y dramaturgo eligen diferentes escenas, algunas veces las mismas, para su propuesta. Hasta aquí todo es lógico. Posiblemente también lo se la adaptación a nuestro país, aunque aquí el consumo de heroína sea mucho menor que en Edimburgo y otra partes (si bien acabo de leer en este diario, el lunes 1 de marzo, en la página 56, que los cocainómanos ya se inyectan la sustancia directamente en el torrente sanguíneo) lo que es un primer paso y también puede producir sida). Pero lo que ya no parece tan lógico es la razón de que tengamos que soportar los espectadores tanta palabra soez, tanta descripción de suciedad si en lugar de dureza hay complacencia, si en lugar de rechazo o piedad se ofrece diversión banal con el dolor y los horrores. Digo esto a riesgo de que se me tache de solemne, pero aquí la risa no es catártica, sino acrítica totalmente.
En un espacio diseñado por el propio director -con los muros del Salón México cubiertos por los graffiti de la Asociación Torpe, un par de sillas con ruedas, un semáforo y una barra de la que penden unos tenis y que nos puede remitir a la idea de ``colgar los tenis'' -Gabriel Retes mueve por todo el escenario a sus actores con buen manejo especial. A excepción de Demián Bichir que hace el narrador, Gabriela Roel, Roberto Sosa y Jesús Ochoa hacen varios papeles. Pero el hecho de que el personaje violento que interpreta Jesús Ochoa juegue con el público rompiendo la cuarta pared, lo convierte en un norteño macho pero simpaticón, aunque acabemos de verlo pateando en el vientre a su mujer embarazada. No se ve la otra cara de la moneda, que es el delito para conseguir droga, ni algún personaje va a la cárcel. La muerte de un bebé que nunca vimos no nos conmueve y la caricaturización de la madre del adicto poco nos habla del sufrimiento de las familias; incluso el síndrome de abstinencia se diluye. Si el personaje de Bichir dice, y repite refiriéndose a la heroína: ``Si la pruebas que se la última vez'', rompe el efecto al decir con burla el ``Di no a las drogas'' de la publicidad en contra. Y así, hasta las ``morcillas'' contra el gobierno democrático de la ciudad. Creo que este grupo de muy buenos actores jóvenes cae -lo que es achacable a Retes- en el vicio común en nuestros histriones de hacerse simáticos a toda costa. Y entonces, a pesar de la advertencia-chantaje a la sensibilidad del espectador con que se inicia la escenificación, no podemos menos de pensar que toda la mierda que se nos echa encima es inútil en esta distorsión de un tema que ni siquiera lleva hacia la comedia negra.