Hermann Bellinghausen
Duro con el ruido

Los sonidos reales en el aquí y el ahora del puesto y del tianguis en general -si osamos llamar tianguis esa hilera de toldos, mesas, exhibidores de alambre, juguetes, huacales, cajas y ropa tendida para su venta- distan de limpios, antes bien componen una pocilga de ruido urbano. No sólo que al aire malsano se sumen escapes, cláxones, balatas y el sonoro rugir del motor, la compresora del taller de Víctor y el resoplido blanco de vapor en la coladera de la tintorería Rufino. Ni que los vendedores de música, de aparatos electrónicos made in Thailand, de radios y despertadores, de pilas y repuestos y cualquier otro producto capaz de sonar o hacer sonar, pongan las músicas una sobre la otra y los puesteros a una en que tienen derecho a derramar el soundtrack de su bioritmo.

Tampoco los demás marchantes omiten que si su radio, su televisión. Unos más piratas que otros, el casetero, el video-casetero y el cidi-rumero venden ruido o ritmo que revientan en una desbandada de bocinas zumbonas, tamborazos y trompeteos, voces mal educadas y riffs con estática. Y luego a Cirilo el de los tatuajes le gusta el rock pesado y sin piedad.

Esta no es ninguna Arcadia, pero Topacio le pasa, y le pasa un resto. Bajo su toldo manda la voz de su gabacha, y en su gusto manda ella.

A propósito de ruidos, la otra semana había habido balazos. Asaltaron un banco de la calle grande. Hubo heridos quejándose, señoras con pánico, vitrinas rotas, pies pisando fuerte, bocinas ladrando órdenes, sirenas. La excitación por el rumbo culminó en la tarde con una nube de voceadores gritando por toda la colonia los vespertinos con la historia y las fotos del atraco.

Así le hacen los voceadores volantes. Consiguen la nota roja del día y la llevan al lugar de los hechos, para refocilamiento documental de los vecinos, testigos directos o indirectos. A veces hasta alguno aparece en las fotos, y esas cosas hay que guardarlas de recuerdo.

Las mercancías de Topacio, como su nombre indica, son piedras de las llamadas semipreciosas, aunque algunas estén de verdad preciosas. Opalos, ágatas, turquesas, jade, obsidiana, aguamarinas, lapislázuli, cuarzo ahumado, rosa del desierto, amatista: desprendimientos de grutas o cosecha secundaria de las minas. Pero como le gustan las flores mucho, cultiva dos macetas y un arbusto en abril como en enero. Ella explica que entre sólo rocas se sentiría eriza, que le viene bien un poco de humedad en los aromas, así que el suyo es el único puesto con plantas en ese rincón del asfalto, además de la florería de Constancia.

La otra tarde pasó una marcha por la calle grande. Eran estudiantes coreando charangas y consignas. A Sobrino le divirtió enormidades, más que el asalto. Después que se alejaron los inconformes, se produjo un extraño silencio; impresionó tanto a los puesteros que todavía lo cuentan. Pasado el vocerío, por así decir se detuvo el ruido. Ni carros, ni aparatos, ni arrastre de botes y varillas.

Un hombre vestido de parches, pero no andrajoso, se detuvo ante el puesto de Topacio a manosear las piedras, y como si el contacto le produjera efecto, rompió a cantar en algún idioma los himnos del silencio.

Alzó el rostro hacia Topacio, y ambos vagamente se reconocieron. El hombre de los parches, después diría Sobrino que parecía payaso de circo, no interrumpió sus himnos ni soltó el cristal más fino que encontró ofrecido hasta que hubo dicho la última estrofa.

Ella movió dos veces o tres la cabeza, en un gesto que pareció reverente pero fue travesura y aquiescencia. Aunque entre ruidos te veas, y pese a encontrarse en plena acción del día; sólo se oía la agitada levitación de las moscas.

El hombre guardó en su morral de trapo la piedra que sobaba entre los dedos. Movió la cabeza dos o tres veces, en un gesto que pareció travieso o aquiescente, pero era reverencia, y después de sonreir apenas con las líneas más profundas de su rostro, se retiró despacio, arrastrando en sus sandalias el silencio.

De inmediato saltó Sobrino por encima de su lienzo azul y rojo lleno de pulseras, aretes, dijes, collares y monedas antiguas y se le plantó a Topacio. Poco a poco regresaba la familiar suciedad del ruido.

-Y eso, ¿qué fue? -agitó Sobrino una curiosidad sin fondo y con el tímpano conmovido.

Pero su amiga no le dijo.