José Cueli
Entre bellas y bostezos

Sobre una barrera de sombra, una mujer de extremada belleza me desviaba la atención de lo que sucedía en el ruedo. Nariz con la majestad de la plaza México. Labios parecidos a dos cintas de púrpura, dulzura de dedada de miel. Ojos ternura de ojos de paloma. Pechos morenos más generosos que su blusa. Aromas que despedía de su cuerpo tan dulces, que el olor que las envolvía y dejaba tras de sí, parecía el que exhala un jardín de naranjos en flor.

Mareado con su belleza y perfume, estremecido de ``quién sabe qué'', extasiado, contemplaba su belleza, cuando subía y bajaba las escaleras. Después, de su bolsa de mano extrajo algo misterioso que no supe descifrar y ese misterio se me volvía una nueva pasión que me atraía aún más. Ella, cansada de ser admirada, sepultábase en su barrera, y salpicaba la mirada de cegadoras chispas de luz.

En la plaza una solemne quietud se extendía por el espacio. La bella pidió un cerveza y se la sirvió en el vaso, dejándolo caer desde lo alto. Parecía querer despertar el refresco y de paso la corrida, que dormía, dormía. Quería como agitar, saltar, bailar, se le sentía y la corrida dormida. Arrastrada por eso misterioso, la guapa se ondeaba cual sirena de mar envuelta de poesía.

Esa poesía que faltaba en el ruedo, a pesar de buenos pares de banderillas de Rafael Ortega, detalles de Sánchez. Lo que no aparecía es ese toreo que canta, baila y juega, y que pusieron en circulación Enrique Ponce y El Juli, el cual es el que anima, cuando en el ruedo hay animalillos inofensivos, deslucidos, sin chiste. Solo ese toreo funciona con estos bichos. Es ese toreo que se vio en la temporada que ríe y llora, murmura en el arroyuelo y se quiebra en pases naturales en el mar, llegada la noche duerme. Duerme en las plazas en las entrañas del ruedo, en los remansos de los ríos, en la quietud de la plaza México en que quedó encerrada en las huellas del redondel.

Esa poesía que quería despertar la bella y no lo conseguía. Esa poesía misteriosa que parecía dormir en su entrañas y ofrecía junto a los sedientos labios, dormidos, a los que quería despertar con el líquido de su cerveza agitándola suavemente despertándola, despertando la corrida, despertando ¿a quién? Pero ni ella se despertó ni la corrida se despertó nunca, ni apareció ese alguien que la despertara y despertara la corrida.

La despertará seguramente ``eso'', gracioso, alado, inasible, que envuelve a las mujeres y se desapareció en la México. Los novillos de Santiago no descubrieron la misteriosa, escondida poesía, que es la fiesta brava. Descastados, sin movilidad, débiles de patas, sin emoción, no consiguieron despertar a la bella, que pedía embestidas en los tendidos, ni siquiera a los ``cabales'' que, identificados con los novillos, se durmieron en los asientos, seguro por ser cierre de temporada. Dormirán hasta la próxima.