Marzo 4 de 1999
En el siglo XIX la virginidad era un estado biológico y moral. Pocos discutían que la mujer no fuera "el diamante más grande en la corona de la virtud juvenil". Al cuerpo de la adolescente se le sacralizaba en la era victoriana por representar la pureza, la moralidad civil, y el futuro de la raza. La reverencia al himen era parte y parcela de esta idea de protección, y se traducía en una preocupación nacional por preservar la virginidad y la inocencia de las jóvenes norteamericanas. Las niñas buenas no sólo eran castas, estaban más allá de cualquier tentación, y su conducta personal afianzaba la noción de que las buenas mujeres cristianas eran sexualmente pasivas y también puras. La chica ideal era siempre ingenua "de modo atractivo" y no la manchaba en absoluto el conocimiento, ni siquiera algn pensamiento dirigido hacia aquello que los victorianos discretamente llamaban "la conexión sexual".
La virginidad también tena un marcador anatómico palpable. De acuerdo con la vieja sabiduría popular, una mujer permanecía virgen hasta que su himen, una delgada membrana mucosa en la unión de la vulva y la vagina, fuera roto por el embate de un pene. Aunque hoy entendemos que los hímenes se desgarran por razones muy diversas (como un ejercicio esforzado, un flujo menstrual excesivo, la ducha interna, las toallas higiénicas, las caricias o la masturbación), a un himen intacto se le consideraba tradicionalmente como el signo más seguro y la "mejor evidencia prima facie" de la virginidad. En algunas culturas contemporáneas, como la de Kuwait, se inspeccionan todavía las sábanas de los recién casados en busca de los rastros de sangre que se cree acompañan la rotura de ese "sacro sello que el cielo ha brindado".
Se ha hablado del himen en formas muy variadas, en ocasiones con reverencia, en otras como blanco de bromas muy baratas. Históricamente, la palabra himen significó a la vez matrimonio y membrana, una dualidad que sugiere hasta qué punto ambas nociones estaban ligadas entre sí. En el mundo antiguo, Himen era el Dios del Matrimonio, y el término se aplicaba a los tradicionales himnos nupciales que se escuchaban en los dramas clásicos de Aristófanes y Eurípides. En muchas de las obras de Shakespeare, se invocaba a Himen como una fuerza antropomórfica que auspiciaba los buenos matrimonios, pero la palabra jamás se usaba para señalar la región corporal de una virgen. El Bardo tenía, sin embargo una opinión acerca de los hímenes ("Entre más se conserven menos valen") que tuvo cierta resonancia, incluso entre doctores, a principios del siglo XX. En una conferencia impartida en la Academia de Medicina de Cincinnati, en 1906, el doctor E. S. McKee bromeaba acerca del hecho de que "contrariamente al whisky, los hìmenes no mejoran con la madurez". La ocurrencia del doctor era un ejemplo de un prolongado interés masculino en el acto de la desfloración, la rotura del himen virgen. En conversaciones procaces o subidas de tono, varias generaciones masculinas se han deleitado en el placer erótico que se dice acompaña a ese acto. A menudo se utilizan reemplazos coloquiales del nombre anatómico apropiado: "cofia de doncella", "nudo virginal", "cereza".1
Hace un siglo, el himen era una membrana significativa con un enorme valor social y emocional. Aunque la pudibundez victoriana de clase media volvió altamente ofensiva cualquier discusión acerca del sexo o la genitalia, el himen siempre quedó en la imaginación popular. El típico consejero victoriano decia a sus jóvenes lectoras que cada una de ellas tenía una "joya" o un "tesoro" que ameritaba la preservación hasta que fuese apropiado y (legalmente) sacrificado en el matrimonio, en el dulce "altar del himeneo". Como un himen intacto era el requisito para un buen matrimonio de clase media, muchas madres y muchos padres velaban por su conservación. A los futuros maridos también les preocupaba esto, porque una novia que llegara sin un himen estrecho era vista como una mercancía dañada. En este contexto, el himen de una chica era en efecto una "propiedad" que compartían su familia, el novio y la propia joven.2
El negocio de la castidad
Por ser tan importante la virginidad anatómica, la profesión médica se volvió árbitro central en las valoraciones comunitarias y familiares acerca de qué persona era casta y cuál no. A los médicos se les llamaba para dar su juicio en debates sobre la naturaleza del himen, porque se creía que las mujeres le mentían a los hombres y que las adolescentes no eran dignas de confianza, o en todo caso eran informantes demasiado emocionales. Supuestamente la ciencia médica podía brindar el tipo de testimonio físico de la "verdad" que tanto respetaban los norteamericanos de finales de siglo XIX.3
Los médicos se involucraron en el negocio de la castidad por la vía de la auscultación pélvica, una intervención íntima en la que una paciente exponía su vagina de manera no sexual. En el siglo XIX, se cuestionó lo apropiado de este procedimiento delicado, y también la ginecología, un campo de la medicina enfocado a la reproducción y a las enfermedades de la mujer.4
Siempre hubo un enorme escepticismo acerca del carácter del tipo de hombres a quienes atraía una especialidad médica que abiertamente confesaba su deseo de inspeccionar, tocar y mirar dentro del cuerpo femenino. Incluso Catherine Beecher, una muy progresista defensora de la reforma de salud para mujeres, se sintió incómoda respecto a la interacción central que se daba en la ginecología. En sus Letters to the People on Health and Happiness, de 1855, Beecher advertía que las mujeres inocentes corrían el riesgo de avances por parte de hombres sin escrúpulos durante las auscultaciones realizadas "a puerta cerrada, con las cortinas corridas, y sin nadie presente, excepto el médico y la paciente".5 Debido a que tanta gente era tan suspicaz, los ginecólogos del siglo XIX tenían que justificar muy cuidadosamente las intervenciones médicas que incluían el escrutinio o la manipulación de lo que con eufemismo se llamaba las "partes íntimas". Una manera de legitimar su actividad era actuando como celosos custodios, conservando el himen como si se tratara de un objeto con valor comercial o de una propiedad agrícola cuyo dueño fuera otra persona y no la propia joven en la mesa de auscultación.
Por haber tenido los ginecólogos una relación tan íntima con las jóvenes norteamericanas, se han vuelto una importante fuente de información sobre la naturaleza cambiante de la sexualidad adolescente femenina. Durante más de un siglo han sido los primeros en saber acerca de las nuevas costumbres sexuales y de las consecuencias del cambio social en las jóvenes. La historia de su experiencia con las jóvenes y con los exámenes pélvicos ofrecen una perspectiva muy útil para comprender lo que ha sucedido con el himen, una parte del cuerpo con un poder cultural mucho mayor del que uno podía esperar, dada su talla minúscula y su fragilidad natural.
Tomado del libro The Body Project, an Intimate History of American Girls, de Joan Jacobs Brumberg. Random House, New York, 1997.
Traducción: Carlos Bonfil.
1 Para
trabajos recientes sobre el himen en estudios literarios, ver Leslie Wahl
Rabine. The Other Perspective in Gender and Culture: Rewriting Women
and the Symbolic. Ed. Juliet Flower MacCannell, 1990. New York, pp.20-38;
Linda K.Hughes. Fair Hymen Holdeth Hid a World of Woes: Myths and Marriage
in Poems by "Graham R. Thompson". Victorian Poetry, 1994. 32 Summer:
97-120.
2 McKee, The Hymen Anatomically. p.246. Según la teoría antropológica, el valor atribuido a la castidad se relaciona directamente con el grado de posesión de propiedades y con la jerarquía en una sociedad dada. Véase Lawrence Stone, 1977. The Family, Sex, and Marriage in England, 1500-1800. New York, p.401.
3 Sobre perspectivas médicas de la adolescente en el siglo XIX, ver Joan Jacobs Brumberg, Chlorotic Girls, 1870-1920: A Historical Perspective on Female Adolescence. Child Development, 1982. 53.
4 El mejor análisis sobre la historia de la ginecología es el de Judith M. Roy, Surgical Gynecology. En: Rima D. (Ed.), 1990. Women, Health, and Medicine in America, Apple. New Brunswick, N. J., pp.173-95.
5 Catherine Beecher, citada en Nancy Cott (Ed.), 1972. The Roots of Bitterness. New York, p.268.