Hasta ahora las profundas crisis en Asia, Rusia y Brasil no han afectado negativamente a la economía estadunidense ni a la europea. La cosa se explica: a diferencia de 1929 existen hoy fuertes mecanismos reguladores nacionales e internacionales y la participación de esos sectores en la economía mundial es menor que en los años treinta, dado el peso desproporcionado de las economías estadounidense y europea en la actualidad.
De modo que la caída del precio del petróleo y demás materias primas, así como la reducción del importe de las mercancías asiáticas abarata los costos en Estados Unidos y refuerza el consumo, como explica el economista estadounidense Fred Moseley en un artículo que la revista Viento del Sur espera publicar. No pesa pues, en lo inmediato, que aumente enormemente la pobreza en aquellos países ni que Japón, la tercera potencia económica mundial, esté de rodillas y en plena depresión prolongada. Pero, a medio plazo, la cosa es distinta, pues Estados Unidos no puede permanecer como una isla próspera en un mar de miseria. Sus exportaciones de productos agrícolas e industriales comienzan a sufrir y sufrirán aún más ante la reducción de los mercados asiáticos y latinoamericanos; el dólar caro hará más difícil vender y, por lo tanto, afectará la balanza comercial, y hará perder muchos empleos (aunque dado que las exportaciones estadunidenses representan sólo 12 % de su producto interno bruto y el grueso de ellas van a Europa, no hay que exagerar las posibilidades inmediatas de una gran sacudida).
Las crisis asiática y brasileña (o del Mercosur) sin embargo se agravarán y la rusa seguirá pesando pero no por razones económicas, sino por motivos político-militares. Ahora bien, los capitales extranjeros que ayudaban a Estados Unidos a mantener altísimos consumos privados y una política de reducción de impuestos a los ricos y de gastos en armamentos provenían de Europa y, sobre todo, de Japón. Es de suponer, por lo tanto, que la economía estadunidense deberá funcionar en una situación en que no sólo se restringirán los mercados exteriores, sino que también se reducirá el flujo de capitales internacionales. La mala perspectiva para la demanda futura, unida a la caída de la tasa de beneficio, tienden por otra parte a reducir las inversiones, al mismo tiempo que el ahorro interno se reduce a ritmo acelerado debido al aumento de los consumos y a la especulación de las familias, que infla el sector bursátil de modo antinatural y extremadamente peligroso (las acciones están sobrevaluadas en 67%). Si cayera la cotización absurda de las acciones, absolutamente desproporcionada respecto a la producción y las ganancias reales, también caerían los consumos domésticos que se sostienen gracias a la especulación accionaria y el aumento de la desocupación agravaría aún más esa reducción del consumo. Los efectos en México y en América Latina serían entonces terribles por la pérdida de mercados y por una brutal reducción de las inversiones. Ni siquiera el crédito barato que podrían ofrecer las autoridades de Estados Unidos cambiaría la situación, como se ve en el caso de Japón, donde los intereses son menores al uno por ciento pero nadie contrata créditos. El mundo se encontraría así, en breve, en una situación diferente. En lo económico, porque Europa, que sin duda resentiría los efectos de la crisis de Estados Unidos, ganaría peso frente a Washington y ante Rusia y América Latina. Y en lo político y social, porque en todos los países (empezando por los europeos) podría producirse un aumento de la radicalización social, del militantismo obrero y popular, abriendo el camino a situaciones "de izquierda" o de derecha, preanunciadas por la caída de Suharto y la victoria de Hugo Chávez o, en el polo opuesto, por el nacionalismo zarista-stalinista en Rusia.
En estas turbulencias, Ƒcuáles serían los cinturones que habría que apretar? No veo otros que una política estatal acelerada de promoción de los mercados internos unida a la utilización de las palancas estratégicas para el desarrollo (que deben seguir siendo públicas) para promover la ocupación y el consumo, optimizando los recursos mediante la autogestión y la autorganización de los productores, de modo de combatir la corrupción, la burocracia y el totalitarismo y de crear sólidos lazos democráticos. Eso exige, es cierto, otras políticas, otros gobernantes y otros dirigentes sociales, pero la alternativa sería el caos.