Bárbara Jacobs
El lugar de las cosas

ƑQuién es primero: el erudito o el obsesivo? Si los empariento en mi pesquisa, Ƒme atreveré a nombrarlos? La abstracción te permite expresarte con mayor libertad, pero la especificación es más interesante: te hace correr más riesgos, pero también despertar más la curiosidad. Una idea recurrente, que persiste en presentarse en tu intelecto, pero que suele estar impregnada de emoción y que, cuando además va acompañada de un impulso, lo que no es infrecuente, te orilla a actuar irresistiblemente, sin tu voluntad, contra tus deseos.

Sin explicación, interrumpes la plática para acomodar los cojines que, al sentarse, la visita delante de ti desacomodó. Esta es la idea del orden. Te haces una vez el nudo de la corbata; te lo deshaces; te lo vuelves hacer: tardas ante el espejo más de la cuenta, el avión no espera. Esta es la idea de la precisión. La exactitud, la minuciosidad. Pero, Ƒqué haría un erudito al emprender el estudio de un tema sin semejantes herramientas? La investigación y el dato estricto, el rigor del análisis escrupuloso. Si usas ropa floja y has logrado arreglártelas sin horarios, huyes despavorido ante el ofrecimiento de acometer una investigación. Entonces la imperfección será tu panorama ideal. Es una equivocación atribuir las características opuestas del erudito al artistas, cuyo medio no podría asemejarse al de una nube, sin base, de forma fluctuante; de consistencia mullida, suave; de calidad, desplazante; de temporalidad más efímera, sin duda, que la de una biblioteca, porque el carácter obsesivo que el artista puede compartir con el erudito es el mismo.

Conocí a un poeta y erudito, la combinación lo mantenía delgado y sin arrugas, pero violento. Sus alumnos querían aprender todo de él, mas no tratarlo. Tarareas una tonada durante todo un día, para desesperación de quienes te rodeen, pero, si determinado movimiento no hubiera persistido en su intelecto durante por lo menos todo un día, impregnado de una emoción creciente, Ravel no habría compuesto su Bolero.

No sé de qué poeta o de qué poema conversaban mi esposo y nuestra visita, me había tardado en preparar el café. Reían mientras yo colocaba la taza de cada uno donde le quedara más cerca. No acababa de retomar mi propio lugar con ellos cuando él, la visita, el poeta erudito, o el erudito poeta, todavía sonriente cortó de tajo su sonrisa y me advirtió, con énfasis, que nunca pusiera una taza de café sobre un libro. Al mismo tiempo, quitó de encima del libro la taza y la colocó en un espacio de la mesa que rodeábamos los tres en el que, efectivamente, no había libro. Hecho esto, liberado de una molestia, reanudó la conversación y la risa que yo había interrumpido con mi impertinencia. "Tiene un plato debajo", tuve él impuso de indicarle; "si se chorreara el café, mancharía el plato, no el libro", pero guardé silencio, un año, una década, década y media.

Entre el modelo heredado de atención perfecta a las visitas, modelo del que yo quería apartarme; y un modelo soñado de atención relajada a las visitas, modelo del que yo quería hacerme, el señalamiento de aquel poeta erudito me empezó a perseguir. Recurrentemente, me orillaba a preguntarme: ƑPuede uno librarse de un gesto heredado y sustituirlo por uno aprendido, sobre todo cuando el heredado te molesta y el aprendible te relajaría? Si la respuesta es afirmativa, Ƒcómo se pone en práctica? Yo sabía que una taza de café no se coloca sobre un libro ni sobre ninguna otra cosa, incluida la palma de la mano de la visita que la espera, si no es sobre una mesa; y sabía que ésta debe estar lo suficientemente cerca de la visita para que, cuando le sirvas a ella el café, la mesa cumpla su función. Lo sabía. Pero aquella malhadada ocasión en que procuré liberarme de este conocimiento heredado y, en vista de que con quien pasábamos la tarde era con un poeta, aunque erudito, quise aplicar un conocimiento aprendido, y sustituir la molestia por el relajamiento, no sólo fracasé, sino que fui humillada al serme señalado un error.

Aun cuando el poeta murió poco después de este incidente, nunca volví a colocar una taza de café sobre un libro; cuando otro lo hace, me limito a guardar un minuto de silencio en memoria del erudito. Como medida didáctica, su señalamiento fue más decisivo para activar mi genética, de lo que mi voluntad pudo serlo para poner en marcha mis deseos. Pero el malestar que padecía al haberme visto señalado en un error persistió a lo largo de los años.
De hecho, no desapareció hasta hace unos días, y fue a consecuencia de una visita del hijo de aquel poeta erudito, curiosamente, la primera que nos hacía. Fue con motivo de presentarnos el catálogo de su primera exposición de objetos artísticos. Apenas vi la portada, experimenté la liberación. La pieza de cerámica, una taza de café con plato, cuya asa está invertida hacia el interior de la taza, se me representó como una venganza objetiva a las leyes subjetivas de la herencia, cosa que agradecí reconfortada, además, por la coincidencia de que el artista hubiera colocado el libro con taza de café en el lugar exacto en el que, años atrás, yo había colocado para su papá una taza de café sobre un libro.