MAR DE HISTORIAS

Verde

n Cristina Pacheco n

Usted ya sabe cuál es mi problema: desde que se fue mi hijo Aurelio, apenas llego a su pobre casa, lo primeritito que hago es encender todos los focos. A mi marido le molesta muchísimo ese gasto inútil. Allí sí le doy la razón. Yo misma me digo: "No seas tonta, Esperanza: Ƒqué caso tiene que tengas prendida la luz de la recámara cuando sabes que vas a quedarte en la cocina?" Como ve, en mi cabeza entiendo que hago mal y sudo pensando el momento de que me llegue el recibo de la luz; pero en mi corazón hay algo que se amarga cuando siento que las recámaras están a oscuras y corro a prender los focos.

La vez que se lo conté a mi marido me salió con que eso era una cosa de loca y que sería bueno que consultara con alguien. A los poquitos días me entregó una tarjeta con el teléfono de ustedes. En ese momento ni me imaginaba que existiera el apoyo psicológico por teléfono, así que le pregunté: "ƑY qué hago con esto?" "Pues llamar y explicarle al médico que te conteste el relajo que traes en la cabeza, a ver si te la compone".

ƑLe digo lo que hice? Tirarlo a lucas, así de fácil. Pero al siguiente mes que nos llegó el recibo de la luz y vi el dineral que tendríamos que pagar por mi culpa, me asusté mucho y me dije: "Esperanza: hazle caso a tu marido. ƑQué pierdes con llamar al apoyo psicológico? A lo mejor esas gentes remedian la tristeza que sientes cuando la casa está oscura? Si lo consiguen te ahorrarán problemas con Maximino y, de paso, dinero".

Como los flojos que buscan trabajo con ganas de no hallarlo, así me puse a ver dónde tenía guardada la tarjetita con el teléfono de ustedes. La primera vez que lo marqué sentí mucho miedo, sobre todo de que fuera a contestarme un doctor porque dije: "Esperanza: Ƒcómo vas a contarle a un desconocido tus cosas? Si Maximino, que es tu esposo, no comprende lo que te sucede, Ƒcómo podrá lograrlo un hombre que no sabe nada de ti?"

Gracias a Dios tuve la suerte de que usted me tomara la llamada y no es por darle coba, pero desde que oí su voz pensé: "Esperanza, cuéntale a esta doctora que ahora te da por encender todos los focos de tu casa". ƑSabe qué fue lo que más me gustó aquella vez? Que usted no se burló ni me dijo que cómo se me había ocurrido llamar para contarle algo tan insignificante. Ahora, también gracias a usted, sé que detrás de las cosas sin chiste puede haber mares sin fondo.

Cuando era chamaca me apuraba pensando que por más años que viviera no me alcanzarían para conocer todos los mares: a estas alturas lo que me mortifica es darme cuenta de que el tiempo que Dios tenga apartado para mí no será suficiente para que yo conozca los rincones de mi alma o para que sepa por qué hago ciertas cosas.

Desde que empezaron nuestras conversaciones he pasado mucho tiempo preguntándome: "Esperanza, Ƒpor qué de repente necesitas que toda la casa esté iluminada? ƑA qué le tienes miedo?" Esta mañana, nomás porque me subí a un microbús muy temprano, pude responderme.

La llamé para decírselo.

II

Hoy me tocó ir al Seguro. Siempre me lleva Maximino a la clínica, pero me salió con que no podía y nada más me encaminó hasta la Avenida Siete: "Aquí esperas el microbús". No tardó mucho. Fui a sentarme atrás de dos señoras que venían conversando. Sin querer oí lo que dijo una de ellas: "Cuando le pregunté por qué estaba tan triste, me respondió: Por la muerte del Bóiler. Es lo más horrible que me ha pasado en mi vida. Me partió el alma oír que un escuinclito de seis años dijera una cosa así". "No se preocupe, su hijo está muy chico. Verá cómo mañana ya ni se acuerda del perro".

No me lo va a creer, pero en ese momento me pareció oír a mi madre diciéndome: "Muñeca, ahorita estás triste pero mañana ya ni te acordarás del pobre Verde". Me estoy refiriendo a algo que sucedió hace más de treintaisiete años. Pensé que lo había olvidado, pero cuando oí a esas mujeres me dí cuenta de que no era así y como si alguien me lo dictara repetí: "Esperanza, la muerte de tu perico Verde es una de las cosas más horribles que te han pasado en la vida".

III

Fui hija única. Como mi padre estaba muy enfermo de los nervios mi mamá no permitía que hiciera ruido y menos que llevara amiguitas a la casa. Todos mis juegos eran en la escuela, donde tuve una compañera a la que quise como a una hermana: Luisa Mancilla.

Esa niña era muy inteligente y simpatiquísima. Nos pasábamos el tiempo hable y hable, por eso a veces los maestros nos cambiaban de lugar. Ya se imaginará usted lo que sentía cuando terminaban las clases y me iba de vuelta a mi casa. Siempre estaba oscura y silencia. Mi madre hablaba poco y muy quedito para no molestar a mi padre.

Las tardes me parecían muy largas y las noches peor, pero me consolaba pensando que a la mañana siguiente encontraría a Luisa, que de seguro me contaría un montón de cosas divertidas. Sólo una vez no fue así: cuando me dijo que iba a mudarse con su familia a Veracruz. "ƑY eso te gusta?", le pregunté segurísima de que iba a decirme que no; por eso me llevé un chasco tremendo cuando me respondió: "Claro. Mi papá dice que nuestra casa estará cerca del mar".

A mí me pareció que a Luisa no le importaba dejarme y eso me causó mucho resentimiento hacia ella. No se lo dije pero cambié mucho con ella: no le respondía, muchas veces me negué a jugar con ella y hasta fingí hacerme íntima de otras niñas.

Un viernes, a la hora del recreo, Luisa se acercó a decirme que era su último día en la escuela. Sentí un dolor horrible pero no puede expresarlo: mi madre me había enseñado a guardármelo todo. Nunca hablé de eso con mi amiga y tampoco le mencioné la enfermedad de mi padre: me avergonzaba y temía que Luisa dejara de ser mi amiga al saber que mi papá estaba malito de su cabeza.

Si viera lo terrible que fue ese ratito. Imagínese: yo, con un nudo en la garganta y unas ganas terribles de soltarme gritando; Luisa, con los ojos llenos de lágrimas, nomás mirándome hasta que al fin me preguntó: "ƑMe perdonas si te regalo a Verde? Ella me había contado mil historias de su perico y cuánto lo quería, y por eso, para lastimarla, le respondí: "Yo no necesito animales pulguientos, tú sí". Eso no fue lo peor: corrí al patio donde mis compañeras estaban jugando avión y me puse a jugar también, como si no supiera que Luisa estaba llorando.

No tengo palabras para decirle lo que fue el camino de regreso a mi casa, pero quizá lo comprenda si le digo que aquella tarde se me hizo como que todo el mundo se llenaba con el silencio y la oscuridad de mi casa. Cuando entré y sentí el olor a medicinas me solté llorando. "ƑQué te pasa, mi vida?", preguntó mi madre. Creo que me dio rabia que hablara en voz tan baja porque eso quería decir que, como siempre, su única preocupación era mi padre. Entonces, tan quedito como ella hablaba, le pregunté: "ƑEs cierto que mi papá está loco?" Con decirle que todavía me duele el bofetón que me dio.

En la mañana no quería ir a la escuela pero mi madre me obligó. Cuando abrí la puerta para salir encontré una caja de zapatos con mi nombre y adentro Verde y un papelito: "Sabe jugar pero no habla: enséñalo a decir mi nombre".

Verde vivió conmigo unos cuantos meses. Por miedo de que hiciera ruido mi madre me obligaba a que día y noche lo dejara en la azotehuela. Fue inútil que lo cubriera con una mantita de cretona porque una mañana amaneció muerto de frío. Lo enterré en una maceta y le lloré a escondidas mucho tiempo, pero cuando mi madre me sorprendía procuraba consolarme diciéndome: "Muñeca, ahorita estás triste pero mañana ya no te acordarás de Verde".

Con perdón de su memoria, hoy comprendí que mi madre se equivocó y por qué necesito encender todas las luces cuando me sucede algo malo o tengo miedo.