La Jornada Semanal, 14 de marzo de 1999



Christopher Hitchens

crónica

¡Arriba los gordos!

Borges solía decir que la civilización occidental había cambiado las suculencias de la cultura gastronómica por el insípido flagelo del naturismo. Los norteamericanos se las han arreglado para introducir al mercado una serie de objetos a los que pomposamente llaman ``alimentos'': del fresh frozen food al ``café descafeinado'' (pasando of course por la cerveza sin alcohol), nuestros vecinos se acercan al fin de siglo agobiados por una paradoja nunca antes vista: cómo comer más sin perder el apetito y conservando la figura.

Cuando hace aproximadamente un siglo Werner Sombart visitó Norteamérica con el fin de plantear la pregunta que daría título a su libro ¿Por qué no existe el socialismo en los Estados Unidos?, encontró que la sociología weberiana le quedaba corta. Un dato empírico y tan sólido como el siguiente podía sustituir a una teoría completa: Los obreros norteamericanos se retacaban de comida que les abultaba las costillas. El proyecto socialista, nos dice, naufragaba entre enormes montañas de rosbif. Para muchos inmigrantes -sobre todo los irlandeses-, el concepto de sobrealimentación -una absurda ironía en su país de origen- sólo podía ser imaginable en los Estados Unidos.

Al recoger las impresiones de los extranjeros en épocas posteriores, tanto turistas como inmigrantes, con frecuencia se encuentra que han adoptado la grosera abundancia que caracteriza la mesa norteamericana: filetes del tamaño de un plato, grandes teclados de costillas y alacenas repletas de inmensos pays. Sólo observando más de cerca, se percibe lo lamentable de muchos de sus hábitos alimenticios. Tomemos, por ejemplo, el café nacional, preparado en un millón o más de cafeteras idénticas, de costa a costa. ¿Cómo logran hacerlo tan poco cargado y amargo a la vez? Y aún más intrigante: ¿cómo logran cobrar por él y salirse con la suya?

Preguntas como ésta son el pan de todos los días para Harvey Levenstein (Paradox of Plenty. A Social History of Eating in Modern America). Tenemos un país de espaldas anchas, barrigas prominentes, muslos abultados y carnes ondulantes y paquidérmicas que, del amanecer al atardecer, piensa en adelgazar. Su presidente muy probablemente padece bulimia -ciertamente practica la fase del atracón, si no la del descomer- y se exhibe en sus shorts de gordo todos los días. Su lista de libros más vendidos, ya despreciable por el énfasis puesto en la superación personal, incluye regularmente títulos sobre la reducción corporal. Sin embargo, detrás de todo hombre gordo, como Roger Micheldene muestra con pesimismo en One Fat Englishman de Kingsley Amis, hay uno todavía más gordo intentando colarse.

Según Sombart, estos caprichos alimenticios tienen sus raíces en la década de la Depresión, cuando los grupos que estudiaba habían evolucionado en segundas y terceras generaciones y la desnutrición, por primera vez, se había convertido en un problema visible. Las colas para comprar pan, los mendigos, los comedores de beneficencia e incluso los motines por comida eran lo cotidiano y no sólo en lugares como los montes Apalaches. Mientras tanto, la clase media experimentaba con la infinidad de métodos engañabobos ofrecidos por los médicos dietistas. Como señala Levenstein, muchos de los sistemas para adelgazar eran meras fachadas para los consorcios privados de alimentos. La seductoramente llamada ``dieta Hollywood de los 18 días'' fue ideada para promocionar la industria californiana de cítricos y el régimen a base de plátano y leche descremada del Dr. George Harrop de la John Hopkins University y gozó del patrocinio de la United Fruit.

De cualquier manera, ni la clase social o la firmeza ideológica se salvan de la ``comiditis''. Levenstein cita a un organizador de cooperativas de la Nueva Izquierda en Oshkosh, Wisconsin, que, tres décadas después, preguntaba: ¿Están hartos de comer basura, y además cara? ¿Están cansados de repasar las listas de químicos y conservadores de todos los productos que adquieren? Si saben de lo que estoy hablando es porque compran en supermercados. Tanto la United Fruit como sus competidores han entendido la máxima materialista elemental de que somos lo que comemos.

¿Pero entonces, dónde quedan los consumidores de los productos actuales de la ingeniería genética? A Levenstein le preocupa que los ``descubrimientos'' recientes sobre el colesterol y temas relacionados hagan que su libro sea anticuado cuando aún está en las librerías. Está demasiado bien escrito y fundamentado históricamente como para que ese sea su destino, sin embargo, tal como su autor lo temía, no me proporciona la suficiente información como para dilucidar los encabezados actuales sobre las nuevas variedades de superjitomates, aparentemente, de mejor sabor. Tampoco menciona al gran impulsor de la rotación de cultivos, Trofim Lysenko. Sus teorías sobre la verdura y fruta del futuro fueron, en cierto momento, muy discutidas por los expertos cuya necesidad de olvidar no debió ser solapada por el cronista.

Así como los extranjeros alguna vez llegaron a Estados Unidos para comer bien o, por lo menos, lo suficiente, la actual profusión de comida étnica y sus derivados permite que los norteamericanos disfruten de lo mejor y lo más sano, eligiendo a la carta cualquier platillo de comida internacional. (Mientras tanto, claro está, aquéllos que vienen de mal comer en regímenes de escasez, ahora se atiborran bajo los arcos dorados de los McDonald's.) Recientemente, el New York Times publicó una fascinante polémica epistolar sobre si cualquier cosa producida en serie y envuelta podía ser considerada un bagel. Levenstein proporciona los antecedentes y la siguiente cita da muestra de su sagacidad:

``Los bagels salieron de los guetos judíos de las grandes ciudades en busca de un nicho en el mercado de masas. Normalmente, eran hechos a mano para obtener un centro de buen tamaño, hervidos y después horneados -ambos procesos sumamente laboriosos. Posteriormente, se encontró la manera de hacerlos a máquina, extrayendo la masa bajo presión y en vez de hervirse, se comenzaron a cocer al vapor. Los agujeros se eliminaron para facilitar la elaboración de pizzabagels o sándwiches y se aligeraron considerablemente para apelar a los gustos de la mayoría. El producto final no parecía, ni se sentía o sabía como un bagel tradicional -crujiente por fuera y suave por dentro-, pero siguió siendo, por motivos a reflexionar por los filósofos, un bagel.''

Pues bien, me veo tentado a afirmar que a eso se expone uno al vivir en un melting pot. Levenstein se ha dedicado a pensar por nuestras interioridadades (muestra a la Betty Crocker de mi infancia como un producto artificial) y confío en que nadie que escriba como él tenga que cenar nunca solo.

Traducción: Lucinda Gutiérrez
Tomado del Times Literary Suplement