La Jornada Semanal, 14 de marzo de 1999
Ernesto Sábato,
Antes del
fin,
Planeta,
México (1a. reimpresión),
1999.
``Recuperemos cuanto de humanidad
hayamos
perdido''
Tengo un trato con mi hija menor: de noche, ella me lee sus cuentos deletreando con el índice. Luego, con un fin no confeso, le leo los míos: se duerme enseguida. No ocurrió así al estrenar juntas Antes del fin, del octogenario argentino Ernesto Sábato. Lo abrí al azar: ``Escribo esto sobre todo para los adolescentes y jóvenes, pero también para los que, como yo, están cerca de la muerte, y se preguntan para qué y por qué hemos vivido y aguantado, soñado, escrito, pintado o, simplemente, esterillado sillas. (...) Quizás ayude a encontrar un sentido de trascendencia en este mundo plagadoÊde horrores, de traiciones, de envidias; desamparos, torturas y genocidios. Pero también de pájaros que levantan mi ánimoÊcuando oigo sus cantos, al amanecer; o cuando mi vieja gatita viene a recostarse sobre mis rodillas.'' Pensé que Bárbara se había dormido cuando pidió que siguiera: ``Les propongo entonces, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos en un compromiso: salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro, esperemos, con quien extiende sus brazos, que una nueva ola de la historia nos levante. Quizá ya lo está haciendo, de un modo silencioso y subterráneo, como los brotes que laten bajo la tierra del invierno. Algo por lo que todavía vale la pena sufrir y morir, una comunión entre hombres, aquel pacto entre derrotados. Una sola torre, sí, pero refulgente e indestructible.'' Escuché, entonces, su vocecita: ``Pobrecito, ese señor, se va a morir y no quiere estar solo'', luego de lo cual cerró los ojos.
Fue por esa frase, sabia que no pude soltar el libro. Tres horas después, al cerrarlo, deseé con todas mis fuerzas que Sábato no muera. Deseo vano, como el del mismo Ernesto, que a sus 86 años daría todo a los Reyes Magos para que ``me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, (...) cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos camellos''. Pero los Reyes no lo escuchan. Tampoco la Muerte presta oídos a Sábato que, a cambio de la vida de su hijo mayor, Jorge Sábato, fallecido hace cuatro años en un accidente, le ofrece ``mis libros -qué pobres, qué ridículos, qué precarios, qué inválidos, qué nada al lado de esta pérdida- y daría mi prestigio, ese prestigio que tanto pongo entre comillas, y los honores y las condecoraciones, por recuperar la cercanía de Jorgito''.
En 1998 Sábato sufrió otro golpe: falleció su esposa y poeta Matilde Kusminsky. Abatido y derrumbado, el ensayista y novelista amigo de Albert Camus, doctor en Física-Matemática, Premio Cervantes 1984; hijo de inmigrantes nacido en 1911 en un pueblo de La Pampa, mira, ahora, hacia la nada: ``Observo cosas sin importancia: una goma de borrar, una lapicera, un calendario, mi reloj. Dios mío, ¿qué es esto?... mi vida parece ir acabando como El túnel, con ventanales y túneles paralelos, donde todo es infinitamente imposible.''
Renuente durante años a escribir sus memorias, aceptó finalmente contar algunos acontecimientos de su vida ``llena de equivocaciones, desprolija, caótica, en una desesperada búsqueda de la verdad''. El resultado son 214 cuartillas que pese a toda su tristeza no se dan por vencidas. El autor de El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), Abaddón el exterminador (1974) e Informe sobre ciegos, habla de su mala memoria, de su cultura irregular ``colmada de enormes agujeros (...) Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron a mis propios tropiezos con la realidad''. Por eso, cuando la gente lo detiene por la calle para preguntarle qué libros leer, responde: ``Lean lo que les apasione, será lo único que los ayudará a soportar la existencia.'' Una existencia que para Sábato estuvo marcada por el rigor de su padre -que tapaba un corazón generoso-; y una madre, tímida y protectora, cuya demasiada ternura lo volvió un niño solo y asustadizo; incapaz a los 12 años de defenderse de una pandilla de jóvenes que le destruyó sus primeros dibujos y acuarelas. Ahora, en el ocaso, ``Desde que mi vista deteriorada me ha impedido leer y escribir, he vuelto al final de mi existencia a aquella otra pasión: la pintura. Lo que probaría, me parece, que el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.''
En la Universidad de La Plata, Sábato fue discípulo del escritor y filólogo socialista Pedro Henríquez Ureña. El lo vincularía con la revista de Victoria Ocampo, Sur, acusada de elitista y reaccionaria pero a través de la cual se educó toda una generación con autores como Virginia Woolf, D.H. Lawrence, Huxley y William Faulkner. Y en La Plata, con 16 años y lecturas ``a tumbos, empujado por mis simpatías, ansiedades e intuiciones'', de Salgari a Verne, de Schiller a Chateaubriand, Goethe y Rousseau; Ibsen, Strindberg y los trágicos rusos Dostoievski, Tolstoi, Chejov, Gogol, pasando por el Mío Cid y ``el entrañable andariego de La Mancha'', Sábato fue también militante comunista. Afiliado a la Juventud, en 1930 debió abandonar sus estudios de matemáticas y arte y pasar a la clandestinidad, a raíz del golpe militar del general Uriburu. Los dirigentes anarquistas Di Giovanni y Sacarfó fueron fusilados frente a un pelotón al grito de ``¡Viva la anarquía!'', ``grito que, después de sesenta años, aún me sigue conmoviendo''.
En un cuartucho, Matilde y Ernesto combatieron el hambre y la dictadura. A raíz de Stalin, Sábato dejó el Pecé. Y si antes fue criticado por comunista, lo sería entonces por ``desviacionista'' y por ``traicionar'' el comunismo. Refugiado en el universo abstracto de la ciencia, fue becario en el Laboratorio Curie, de París. Amigo de los surrealistas, entre ellos Breton, Féret, Matta, Tristán y Tzara, Sábato se vinculó en especial con el pintor español Oscar Domínguez, quien más de una vez lo tentó al suicidio. Domínguez lo hizo: se cortó las venas y con su sangre mancho la tela que esperaba en el caballete. Sábato, a punto de imitarlo frente al Sena, optó por encerrar sus demonios ``en una máquina de escribir portátil''. Y con el dramaturgo francés Antonin Artaud, que murió como un perro, víctima de los electrochoques, supo que ``no hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir de su infierno''.
Un infierno que en la Argentina posperonista hundió a esa sociedad en el laberinto del horror; y que Sábato ayudaría a sacar a luz en 1985 en el escalofriante informe ``Nunca más'', de la Comisión Nacional de la Desaparición de Personas. De nada sirvió. La clase política local, lame-botas de los militares (por no usar otro término que ensuciare estas líneas) dictóÊlas leyes de Obediencia Debida y Punto Final e indultó a los criminales. En lugar de justicia: perdón y ``amnistía'' (del griego ``amnesia''). Una trama de pesadilla que bien podría caber en las obras de quienes, junto con Sábato, abrieron una nueva era de la novela latinoamericana: Onetti, Arguedas, Roa Bastos, Guimaraes Rosa, Lezama Lima, Cortázar, Otero Silva, Rulfo.
Ahora, ``cuando ya no tengo fuerzas para seguir escribiendo, cuando todo me parece absurdo e inútil (...) decido concluir este libro por los jóvenes que, en medio del descreimiento, hoy más que nunca necesitan la palabra de sus escritores. (...) En estos tiempos de triunfalismos falsos, la verdadera resistencia es la que combate por valores que se consideran perdidos (...) creo que es desde una actitud anarcocristiana que habremos de encaminar la vida. (...) En tiempos oscuros nos ayudan quienes han sabido andar de noche. Lean las cartas que Miguel Hernández envió desde la cárcel donde finalmente encontró la muerte (...) piensen siempre en la nobleza de estos hombres que redimen a la humanidad y nos recuerdan que el hombre sólo cabe en la utopía. Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido''. Incluso el valor de la palabra, cuando la escritura se ha reducido ``a un acto similar al de imprimir papel moneda''.
Al cierre del siglo XX, cuando lo único que se ha globalizado ``es la angustia'', los jóvenes ``ya no quieren tener hijos. No cabe escepticismo mayor (...) estamos convirtiéndonos en las siniestras criaturas que en medio de grotescos aquelarres pintaba Goya''.
En un último llamado, Sábato reafirma su confianza en los jóvenes: ``Por eso te hablo (...) hay que luchar por aquel Hombre Nuevo que hoy nos urge rescatar de los escombros de la historia''.
Mientras, antes del fin, él sigue escuchando la música que tanto amaba su hijo mayor, ``aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá, exista''. Y ya que Sábato nunca fue lector de obras completas sino que supo escoger, con desesperada intuición, aquellos autores que lo salvaron de la muerte, no diremos a los jóvenes que lean El túnel o Sobre héroes y tumbas. Ni siquiera esta obra. Los libros son pacientes: cuando los necesiten, ahí estarán. Sólo nos permitimos una frase: ``Los molinos ya no existen, pero el viento sigue todavía.''
Una ciudad mejor que ésta,
Antología de
nuevos narradores mexicanos,
David Miklos
(comp.),
Tusquets,
México, 1999.
Es un dato estadístico: la mayor parte de la narrativa mexicana actual se desarrolla en ámbitos urbanos. En la literatura finisecular escasean los pueblos y rancherías. Abundan, en cambio, las grandes ciudades, las capitales. Cosas de la globalización, del cosmpolitismo característico de nuestra época. Por ello, parece natural que alguien que pretenda hacer una antología de lo que están escribiendo los autores nacidos entre 1960 y 1970 proponga como tema ``la ciudad''. Es el caso de Una ciudad mejor que ésta, antología de nuevos narradores mexicanos, compilada por David Miklos. Se pedía, además, que el escenario elegido fuera uno con el que los autores no estuvieran demasiado familiarizados, ``con el afán de eludir en lo posible los referentes comunes y situarlos en una atmósfera ajena, en aras de la ficción'', lo que provocó que los participantes decidieran probar suerte en territorios tan remotos como Londres, Kiev o Trípoli. Miklos corrió así un doble riesgo: solicitar cuentos inéditos, en vez de acudir a textos ya publicados y probados, y fijar un tema. El resultado tiene sus altas y sus bajas, como suele ocurrir con este tipo de libros colectivos.
Jorge Volpi narra las aventuras y desventuras de un estudiante mexicano en la Universidad de Salamanca, que se enamora de Felicidad, la jovencísima esposa de su profesor de literatura, un viejo tan apolillado como célebre. Aunque el humor del cuento, un tanto simple, no acaba de cuajar, es rescatable el personaje femenino, Felicidad, una española de pelo rojizo decidida a refutar los académicos argumentos de su marido sobre la imposibilidad del amor.
Vicente F. Herrasti nos remonta hasta la antigua y legendaria Grecia, con un estilo elegante y sobrio, apropiado al asunto que trata. Asistimos al último día en la vida del retórico Gorgias y del tirano Jasón, que junto al lecho de su maestro exclama: ``Qué pena que con el hombre muera la palabra.''
En un cuartucho sin ventanas de Madrid, el narrador del cuento de Guillermo Fadanelli piensa en Leticia, la mujer con la que pasó la noche anterior, una mexicana que fue novia del hijo de un pintor famoso y que ahora tiene un nuevo amante que la hace acostarse con prostitutas. Es un texto breve, puro monólogo interior, casi un ejercicio de estilo.
Hacia el final de la segunda guerra mundial, en un Berlín de edificios devastados y calles sin nombre, un cartero alberga en su casa a un hombre de rasgos orientales. Todos los días sale a repartir correspondencia, dejando a su esposa a solas con el desconocido. El autor, Javier García-Galiano, consigue transmitir a los lectores la atmósfera deprimente y ruinosa de una ciudad derrotada. Es uno de los cuentos más logrado del libro.
Mario González Suárez nos traslada hasta Kiev, la capital de Ucrania. Satiriza con habilidad a un sistema social excesivamente burocratizado, mientras nos cuenta cómo un estudiante mexicano intenta burlar a las autoridades y escapar de su acoso constante. Los nombres propios están escritos con minúscula, porque en ese lugar nada vale demasiado y cada quien es sólo un número más, una serie de datos contenidos en un expediente.
El texto más breve del volumen es el de Pablo Soler Frost: sobre Ulan Bataar, ciudad en movimiento en un país de nómadas, que por fin se ha quedado quieta con la aparición de vías férreas, carreteras y pistas de aterrizaje. La relación compendiada de los sucesivos desplazamientos de la ciudad no parece anécdota suficiente para un cuento, más bien, se trata de otro ejercicio de estilo.
El narrador no lo dice, pero es evidente que el relato de Ana García Bergua se desarrolla en la ciudad de México o en una urbe similar. Nos refiere las vicisitudes de un pintor e ilustrador pobretón que no quiere quedarle mal al jefe, y que vive en su propia ciudad de frascos y pinceles, presidida siempre por una Caguama.
çlvaro Enrigue, por su parte, nos presenta a la tribu de los garamantas, que se hacen pasar por dioses. El embajador enviado por Trípoli cuenta cómo le fue en su viaje, comparando a esa ciudad con Roma. Es otro de los cuentos que, de acuerdo a la consigna de Miklos, ocurre en un medio extraño que no tiene nada que ver con la parte del mundo donde nos ha tocado vivir. En la nota preliminar, Miklos habla de ``arqueología literaria'': reconstruir, por medio de la imaginación, tiempos y sitios lejanos.
Mauricio Montiel Figueiras refiere la tragedia de Diego, perdido en los laberintos subterráneos, en un cuento que recuerda a otro de Cortázar y que alude al creciente índice de suicidios en el metro ¿de la ciudad de México? Por su parte, el protagonista del texto de Tomás Granados Salinas visita los archivos de las grandes capitales en busca de planos donde se dibujan sus entrañas, contratado por un poderoso jefe que no sabemos qué es lo que se propone, aunque suponemos que debe tratarse de algo terrible. Impregnado de una atmósfera todavía más escatológica y alucinante, el cuento de Adriana Díaz Enciso nos lleva a Londres -la autora se ocupa, quizá de una manera excesiva, de que no nos olvidemos de ello citando una y otra vez nombres de lugares y calles. Es la historia de un encuentro entre un hombre y una mujer, al final de una larga ristra de horrores inexplicables.
Mario Bellatin sitúa su cuento en El Cairo, donde una familia debe cuidar diligentemente a un pájaro negro que es reemplazado cada dos años en una suerte de extraño ritual. Están los sueños premonitorios, los mercaderes, las órdenes e instrucciones que hay que cumplir sin que se sepa bien por qué, la magia y el misterio; es decir, los ingredientes propios de los antiguos relatos árabes.
Por último, el cuento de Eduardo Antonio Parra se escenifica en el puente internacional que une a Ciudad Juárez con El Paso, Texas. El protagonista es un hombre que se dedica a cargar las maletas y bolsas retacadas de cachivaches de las chiveras, que van todos los días al otro lado en busca de mercancía. Es un cuento nostálgico y triste, tejido con destreza, que refleja la fuerza indeclinable de los sueños y de la esperanza.
Una ciudad mejor que ésta es un interesante y polémico paseo por la narrativa mexicana de fin de milenio a través de textos inéditos. Hay ausencias, por supuesto. Faltan más autores de provincia, y también más mujeres. Pero sí se encuentran ahí la mayoría de los narradores más sobresalientes nacidos en los sesenta, a los que les ha tocado en suerte estar montados a caballo entre el siglo XX y el siglo XXI.
Arundhati Roy,
El dios de las pequeñas
cosas,
traducción de Cecilia Ceriani y Txaro
Santoro,
Anagrama,
Barcelona, 1997.
Hay novelas a cuyo final no queremos llegar nunca. Constituyen un mundo tan sólido y autosuficiente que no queremos abandonarlo. Es al alcanzar, inevitablemente, la última página, que ese mundo cerrado abre una pequeña puerta, un pasadizo que lo comunica con el mundo de afuera y por el que se irán entrelazando lentamente la realidad del lector y la del libro. Y es difícil que esa puerta se vuelva a cerrar.
Esto es lo que ocurre con El dios de las pequeñas cosas, primera novela de Arundhati Roy, con la que obtuvo el Premio Booker de 1997. Arundhati Roy vive en Nueva Delhi. A juzgar por la fotografía que aparece en la solapa de la edición española, es una autora muy joven. Sin embargo, su madurez como narradora, la consistencia de su estilo y la profundidad de su mirada al contar la historia de sus personajes nos descubren a una novelista con un contundente dominio de sus facultades.
No hay en El dios de las pequeñas cosas trampas efectistas ni anzuelos espectaculares para atrapar al lector. El libro se adentra, justamente, en el tejido que conforman las cosas nimias que llenan la vida cotidiana: las decisiones, temores, pasiones y accidentes que imperceptiblemente levantan el muro imponente del destino. Tampoco encontrará el lector occidental en estas páginas el exotismo que alimente una fantasía superficial de la otredad. La vida de los gemelos Estha y Rahel, de su madre Ammu, de su familia y del revolucionario Velutha está enmarcada por la historia y la sociedad de la misma manera que la vida de los habitantes de cualquier otra parte del mundo. La inhumanidad del sistema de castas no es más brutal que la que exhiben las formas de convivencia en otras sociedades; la turbulencia de la Historia que convulsiona la vida cotidiana ante los ojos de los personajes de esta novela no es mayor ni menor que la que agita el destino de cualquier país cuando todos los ríos de su pasado se encuentran en el océano del presente. La familia hindú de la que se ocupa Roy también ha extendido sus ramas en la Gran Bretaña y en América, y sus preguntas, sus amores, sus tragedias, la hermanan a todos los pasajeros de este siglo o de cualquier tiempo. El dios de las pequeñas cosas refleja nítidamente los conflictos de nuestra época, pero el suyo es también un espacio intemporal. En él transcurren el amor, la pasión y la pérdida, la infancia, los sinsabores de la vida adulta, la muerte, el conflicto entre el bien individual y el bien común, los riesgos universales de estar vivo. Hay en sus páginas mucho humor y ternura, pero ni una sola palabra de concesión: Arundhati Roy es descarnada y brutal cada vez que es necesario, y en su novela, como en la vida, esto es necesario con más frecuencia de la que desearíamos. No hay falsas esperanzas para estos personajes, ni redenciones gratuitas, ni un vano embellecimiento de la realidad, desnuda y cruel. Lo que sí hay es una comprensión profunda y benevolente de las batallas y contradicciones del alma humana. El amor en esta novela se ve golpeado y destruido de muchas maneras, pero no resulta extraño que sea finalmente el amor -la capacidad de apreciar la belleza incomprensible e inútil de las cosas que sólo despierta el amor- el que une a estos personajes y les da sentido. No hay finales felices; el amor no salvará a los personajes del fracaso ni de la muerte, pero es ese dios de las pequeñas cosas que alumbra como un faro las aguas oscuras del miedo, el desencanto, el horror y la melancolía.
Minerva Margarita
Villarreal,
Adamar,
Ediciones Verdehalago/ FONCA
Nuevo León,
México, 1998.
¿Cuál es la significación erótica del fruto? O aún más: ¿por qué la fascinación por el acto prohibido es una constante en la poesía? Sabemos pues, que ésta es un continuo fluctuar entre eros y thanatos, vida y muerte coexisten como un todo y al mismo tiempo se ubican en el límite de la pasión, rasgo característico de la buena poesía y de los buenos amantes.
La poesía femenina edifica su lugar, no lo pide, no lo exige, simplemente lo toma por derecho, y por derecho se integra al quehacer literario, recurre a la subjetividad como un medio para la libertad creativa; se responsabiliza de este hecho y logra sobrevivirse a sí misma, Minerva Margarita lo sabe: ``Tonta iba yo, firme y al mismo tiempo quebrándome por dentro'', confiesa en una primera instancia, al tiempo que empieza a adentrarnos en su discurso.
La obra de Villarreal es un ejemplo de lealtad al oficio, al compromiso consigo misma como poeta y a la creación literaria, recurre al arte propio de su universo y lo comparte en un libro donde erotismo y mitorreligión visten el lenguaje poético de Adamar, ahí dónde ella prueba del fruto y toma la palabra por secreto, pacta con ella, ``palabra/ que no miento'', dice, y deja recorrer los Misterios a través de sus versos; sabe que hay un solo camino y no será la muerte o la soledad quien le dé valor para emprender la huida, es la espera de la que viene, ``Señor lo llamará, lo llamará montaña, jauría y mentira que ha de bajar/ porque el cielo es puro rapto/ pura mentira.'' Pero quizá lo más destacado se encuentra en el paradigma antimitológico desde el cual se ubica: Esa mujer ya no busca el sentido de las cosas, busca la verdad, verdad que le será revelada a través de su viacrucis; el símbolo mitológico es, pues, el amado, el ser supremo, al que implora y reclama: ``Qué voy a hacer/ con esta soledad que me taladra; más que viuda en la acera de la noche,/ más que sombra y desolación,/ silencio de frontera./ No me dejes así,/ no me abandones,/ fuego de mi necesidad.''
Para Minerva Margarita Villarreal, la mitología cristiana es un oscilar entre lo sagrado y lo profano, logra hacer de la poesía un rito recurrente, un tiempo circular, un territorio preciso por el cual caminamos sin encontrar respuesta a sus invocaciones. Se coloca a la sombra del Dios Padre y lucha contra la urgencia, contra la soledad que la circunda, contra ``eso que me orilla al abismo/ que he llamado amor/ porque no había otra forma para nombrar/ la urgencia.''
La soledad en torno al otro es un elemento reiterado dentro del poemario, va cobrando fuerza a medida que avanzamos en la lectura, Adamar nos recuerda la imagen de Penélope, y toma a Villarreal como la mujer que espera la llegada del amado ante su urdimbre de versos, ``triste, después yo te buscaba,/ hasta en sueños te hablaba; eso dices,/ y quizá sea cierto,/ pero mi amor sólo desea al que se fue.'' Sin embargo espera y soledad logran transformarse en una entidad dialéctica para hacernos ver que esa mujer, la que ahora implora, será la misma que concluya: ``ardiente y velado ardiente y frenado el pensamiento duele/ pero de la derrota la fugitiva bahía del misterio/ pude decirte a Dios mientras volvías''; en éste bello juego de metáforas.
La Editorial Verdehalago, en coedición con el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, publica Adamar, libro donde la poeta hace que el verso surja tan poderoso como el Dios que la cobija.
Ensayo (etnográfico)
La mitología de los huicholes, Robert M. Zinng, ed. Jay C. Fikes, Phil C. Weigand y Acelia García de Weigand, trad. Eduardo Williams, Secretaría de Cultura de Jalisco / El Colegio de Michoacán / El Colegio de Jalisco, México, 1998, 365 pp.
Ensayo (filosófico)
¿Qué es la filosofía antigua?, Pierre Hadot, trad. Eliane Cazenave Tapie Isoard, revisión técnica de María I. Santa Cruz de Prunes, Col. Sección de Obras de Filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 338 pp.
Ensayo (historiográfico)
Textos insurgentes (1808-1821), intr. y sel. Virginia Guedea, Col. Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, México, 1998, 189 pp.
Ensayo (literario)
Escritores en la Diplomacia Mexicana, presentación de Rosario Green, textos de Héctor Perea, Jesús Flores Olague, Guillermo Sheridan, Esther Martínez Luna, Benjamín Rocha, entre otros. Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1998, 365 pp.
Jugar en serio. Aventuras de Borges. Ezequiel de Olaso, Col. Biblioteca Iberoamericana de Ensayos, Ed. Paidós/UNAM, México, 1999, 160 pp.
Mar abierto. Ensayos sobre literatura brasileña, portuguesa e hispanoamericana, Horácio Costa, col. Lengua y Estudios Literarios, UNAM / Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 472 pp.
Ensayo (poesía)
Otras mutaciones del I Ching, Arturo González Cosío, col. Tezontle, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 155 pp.
Historia (de la conquista de méxico)
Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista, intr., sel. y notas de Miguel León-Portilla, col. Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, México, 1998, 236 pp.
Libros de arte
Enrique Climent, el arraigo de la imaginación, Margarita de Orellana, Círculo de Arte / Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1998.
Memorias
El crepúsculo porfirista. Memorias, Nemesio García Naranjo, pról. Fernando Curiel, epílogo de Alberto María Carreño, col. La Serpiente Emplumada, Factoría Ediciones, México, 1998, 326 pp.
Memorias. Epopeyas de mi patria: Benito Juárez, Juan De Dios Peza, pról. Agustín Trefogli, col. La Serpiente Emplumada, Factoría Ediciones, México, 1998, 256 pp.
Narrativa
Memorias del Nuevo Mundo, Homero Aridjis, col. Tierra firme, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 394 pp.
Perras sabias, Virginie Despentes, trad. María José Furió, col. Contraseñas, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1998, 210 pp.
Tierras de cristal, Alessandro Baricco, trad. Carlos Gumpert y Xavier González Rovira, col. Panorama de narrativas, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1998, 241 pp.
Obra completa
Rosario Castellanos, Obras II. Poesía, teatro y ensayo, comp. y notas de Eduardo Mejía, col. Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 1027 pp.
Poesía
Espiga de junio (Antología), Carlos Pellicer, ed., pról. y notas de Yvette Jiménez de Báez, col. Tierra firme, El Colegio de México / Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 384 pp.
Rostros vacíos, Mario Sánchez Martínez, Sindicato ònico del Personal Académico de la Universidad Autónoma de Querétaro, México, 1998, 143 pp.
Revista
Planeta X de nuevo, Prensa crítica de reflexión y cultura; ficción, delirios, música, libros, ciencia, entre otras secciones, Radar Editores, México, Año I, núm. 4, invierno de 1999, 144 pp.
Teología
Tratados y sermones, Maestro Eckhart, trad. y notas de Ilse M. de Brugger, intr. y sel. Mauricio Beuchot, Cien del Mundo, CONACULTA, México, 1998, 159 pp.
CG-T