La Jornada Semanal, 14 de marzo de 1999
Decir tal o cual cosa sobre Carlos Monsiváis siempre entraña un doble riesgo: caer en el lugar común -su ubicuidad geográfica y temática, la mordacidad que contrasta con su inmutabilidad, su rigor siempre disfrazado de heterodoxia y miradas autocríticas- o en el listado de anécdotas, citas memorizadas de entre su colección de aforismos tan inagotables como fugaces, intentos por recordar cómo hizo que la letra del Himno Nacional contara los líos del Fobaproa. A lo largo de su obra -no sólo contenida en sus libros, sino también en sus innumerables colaboraciones, conversaciones telefónicas, conferencias, consejos a las más diversas publicaciones, y cátedras dentro de taxis-, Monsiváis logró un poco más de lo que se prometía en su ``autobiografía'' de 1966: ``He dedicado gran parte de mi esfuerzo a crearme una imagen de mí mismo, de cuya fidelidad dudo en forma abierta.'' Digo ``un poco más'' porque a Monsiváis le debemos la imagen cotidiana de lo que somos. Inversión rara vez posible en un medio discursivo tan frustrado e histérico como el nuestro, la ciudad, la historia de los movimientos sociales, el canon literario y farandulesco, y las derrotas civiles con sus ínfimas victorias colectivas fueron, alguna vez, propuestas por Monsiváis como objetos de atención cultural, y hoy no sólo constituyen una articulación narrativa compartida por muchos, sino que también siguen el curso que la interpretaciónÊde Monsiváis les ofreció. En muchos aspectos, vivimos un mundo cultural a imagen de Monsiváis: La Maldita Vecindad; Superbarrio; la reaparición canónica del cine de los cuarenta o de los impresos marginales o de la crónica como una vocación de estilo, o de la lucha libre, o de los periodistas liberales del XIX o del arte de la cita, o del editorial gráfico, o del relajo promisorio; la narrativa transicional sesentayocho-terremoto-ochentayocho; la cultura de los Abajo Firmantes; las posdatas antisolemnes en medio de la catástrofe, entre muchos iconos, serían improbables sin la obra que Monsiváis ha hecho para crearlos, darles sentido, o espacio, con relación al entramado de su gusto. En sentido estricto, la obra de Monsiváis me sigue pareciendo única -y un tanto atemorizante- porque todos sabemos que ese entramado está afuera, opera en la realidad, y tiene continuidad. Por ello, la obra de Monsiváis parece siempre estar más en la palabra dicha que en la impresa: es un sentido desbordado.
Monsiváis coleccionando personajes
Hacer que las generaciones en la posguerra pusieran atención sobre ciertos aspectos de la cultura, ordenarlos conforme a un gusto, y entramarlos en un sentido, requiere de un escritor con una compulsión por coleccionar y, al mismo tiempo, con una generosidad que no se prueba en la amistad, sino en la mirada crítica. A lo que me refiero es a que, en la mayoría de los casos, los escritores nos vamos volviendo rejegos a leer a nuestros contemporáneos, tendemos a reducir las formas de nuestra atención a 10 o 12 autores, remilgamos cuando se nos piden más de 20 libros recomendables, y algunos terminan escribiendo elogios sólo de sus amigos del tejido con la triste convicción de que ése es un ``canon'' de gusto aceptable. La mezquinidad es la madre del gueto cultural, empobrecido a base de creer que la mesa del café es el catálogo de la posteridad. Han sido, al contrario de la regla generalizada, la amplitud de intereses de Monsiváis, junto con una mirada crítica ordenadora, los dispositivos que han provocado el efecto canónico que su obra ha tenido en estos años. Recientemente, reiteró su opinión sobre Vasconcelos, ejemplificadora de esa mirada coleccionista: ``Sus ideas siempre me han resultado intolerables, pero su manera de sostenerlas contra la opinión unánime me resulta ejemplar.''
Monsiváis atraído por gritos
Hay una postura ética que corre a lo largo de su obra. Me parece que puede formularse así: un asunto es reconocer que los cambios culturales son falibles y otro muy distinto es negarse a intentarlos. Por eso siempre veremos a Monsiváis del lado de lo fugitivo, reiteradamente optimista con toda posibilidad de derrumbe, nunca paralizado por la de que la Estabilidad naufrague. Aun para expresiones de poco aliento, sostiene: ``Del odio al poder me atrae la gritería contra el orden establecido.'' Su postura es una ética de la acción, donde no necesariamente la falta de esperanzas es una forma de la desesperanza, como opuesta a ese ``realismo'' que machaca sobre la inevitabilidad política de lo moralmente reprobable. A pesar de haber vivido el aplastamiento reiterado, del vallejismo a Acteal, Monsiváis rechaza siempre la fatalidad histórica, ese inmovilismo disfrazado de información estadística. Supongo que su postura festiva y optimista en las incertidumbres culturales y políticas de estas últimas décadas es agradecible, en tanto no contemos con otras formas de la salud mental.