La Jornada Semanal, 14 de marzo de 1999



Rodrigo Moya

el cuento del domingo

El hombre y los peces

Rodrigo Moya es editor, periodista y viejo lobo de mar. Antes de sumergirse en estas aguas, por donde brega la frágil condición del hombre, publicó De lo que pudo haber sido. El texto que aquí publicamos pertenece a Cuentos para leer junto al mar que ganó el Premio Nacional de Cuento en 1997, libro de próxima aparición en Tusquets.

Cuando el pargo blanco al fin se dejó arrastrar por la línea que con todo y arpón atravesaba su cuerpo, el buzo pensó que la captura submarina del día era suficiente. En realidad, había pescado más de lo necesario al usar su arma infalible para matar huachinangos, pargos, meros, cabrillas, y hasta dos pequeñas mantarrayas que pasaron ante él exhibiendo su nado majestuoso, como de águilas desplazándose sin prisa en un cielo líquido. La jaba estaba repleta de víctimas, muertas unas y otras agonizando. Para facilitarse los movimientos de ascenso hacia la superficie donde lo aguardaba el pequeño velero, se deshizo con cierto remordimiento del mero más grande, y de dos langostas cuyas antenas abatidas las hacían ingobernables.

Aún así, la cuantiosa captura que pendía más abajo, unida a su hombro por la cuerda de nailon, lo obligaba a un ascenso cuidadoso: pero conforme arreciaba la claridad, y cerca del talud donde era forzoso cuidarse de salientes y corales, los movimientos eran más fáciles. Casi agotados los tanques de aire después de una hora de inmersión, dio una mirada al profundímetro: estaba a seis metros bajo la superficie, y debía de contener las ansias de ascender más rápido, para más arriba hacer la obligada parada de descompresión.

Luego, cuando a tres metros bajo la superficie miraba distraído hacia el fondo mientras cumplía el tiempo de reposo para eliminar el nitrógeno de la sangre, sintió de pronto una vibración inusitada. Apenas escrutaba la superficie cercana en busca de la fuente del ruido, suponiendo que se trataba del motor de un barco, cuando se sintió violentamente empujado del sitio en que mantenía su precario equilibrio hidrostático. Una fuerza inexplicable le hizo perder en el primer impacto la aleta del pie izquierdo, su fusil neumático, y la línea de la que más abajo pendían sus presas. Instintivamente apretó el visor contra su rostro y mordió con angustia la boquilla portadora de los últimos minutos de aire comprimido. Sacudido por ese vendaval de ondas y turbulencias que le impedían moverse, vio horrorizado cómo una masa densa de peces, emergiendo de los torbellinos, lo rodeaba por todas partes. La luz se hizo mínima y móvil; entre corrientes repentinas y encontradas, con una oscuridad creciente, se resignó a morir, víctima -pensó- de un cardumen fantástico de peces carniceros.

Aferrado a su visor, incrustándolo casi contra su frente para no perderlo mientras rebotaba de un pez a otro, mordiendo ferozmente la boquilla del regulador y hecho un ovillo indefenso sin movimiento propio, veía en la penumbra la estampida de los peces embistiéndolo. Sin embargo, las esperadas mordeduras no llegaban. Aplastados contra su cara, contra su pecho, entre sus piernas, presionándolo por todas partes como un ejército compacto, los peces lo rodeaban y oprimían. Algunos parecían observarlo fugazmente cuando en su fluir convulso pasaban ante el cristal de su visor; a pocos centímetros veía los ojos saltones de los animales y distinguía sus cabezas boqueando. El espacio faltó. El aire de la boquilla apenas llegaba a sus pulmones. La masa natatoria enloquecida ocupaba cada palmo del espacio líquido y lo aprisionaba cada vez más. No pudo ya mover brazos ni piernas, atenazado por el cardumen hiriente. Su mano derecha quedó atrapada entre el visor y el muro vivo, y la izquierda permaneció soldada a su costado por la presión de los peces. Sintió coletazos apretados contra su pecho, su espalda y su cabeza. Como muñeco en el centro de una corriente feroz, fue tragado en un instante por la oscuridad donde sólo brillaban de pronto los cuerpos escamosos. Sintiéndose aplastado bajo la carga intolerable, incapaz de la más ligera flexión o del menor movimiento natatorio, se abandonó a su destino.

Lúcido pese a todo, poseedor de un valor sereno adquirido en la soledad de inmersiones prolongadas, en su último trance pensaba más en el extraño fenómeno que en la cercanía de la muerte. Mientras percibía la vaga sensación de ser izado hacia la superficie por la masa compacta de peces, creyó descubrir la verdad: no era devorado por un pez, por cien o diez mil; no era mordido, sajado ni despedazado; su cuerpo permanecía intacto, si bien lacerado por el empuje sumado de los animales. Lo devoraba el cardumen; los peces lo habían atrapado así como él los capturaba y aprisionaba en la red de la jaba y eran engullido simultáneamente por miles de ellos. Como un todo, esa multitud turbulenta lo tenía apresado en su propio centro. Cada animal era la célula de un gigantesco organismo que deliberadamente, a pesar del caos aparente, le causaba una dolorosa muerte por compresión y asfixia.

Ahora entendía que la organización biológica de los seres marinos, observada desde los barcos pesqueros donde tantos años había trabajado como biólogo, no residía solamente en sus complejas conductas ante estímulos y respuestas, sino que eran capaces de algo más que buscar gregariamente las corrientes, las temperaturas, las profundidades y el alimento adecuado, o de huir aterrados como un solo organismo ante la embestida de orcas y tiburones. Esa fría organización animal podía elegir y acechar una presa, y más allá del hambre y el instinto de cada individuo, destruirla como un todo para satisfacer un designio misterioso, tal vez de protección, tal vez de venganza. Bajo la superficie los peces poseían una diabólica inteligencia colectiva que ahora lo tragaba y digería. Después, como víctima propiciatoria, su cuerpo sería vomitado por el cardumen saciado en algún lugar del mar, donde un universo de minúsculos seres abismales lo devoraría lentamente.

Superado el terror de los primeros instantes y abandonada la lucha desigual contra tal fuerza, lamentó que su descubrimiento fuera en el momento final. Sintió vagamente cómo el regulador escapaba de sus labios, y el visor le era arrancado del rostro por el coletazo convulsivo de algún pez. Vio indiferente los ojos desorbitados de un ejemplar que boqueaba junto a su cara. A un paso de perder la conciencia, y mientras la última idea sobre su descubrimiento se diluía en la abulia precursora de la muerte, dejó de sentir el terrible empuje y bruscamente percibió una luz intensa filtrándose a través de sus párpados cerrados. El cardumen se movía con violencia, produciendo el ruido de tambores apagados por el agua, y golpeaba cada parte de su cuerpo, ya insensible al dolor. Contra su voluntad, ahora movía nuevamente brazos y piernas, llevados de aquí para allá por el desplazamiento cada vez más brusco de los animales. Pudo pensar aún que el transcurso a la muerte no era dolor ni tristeza, sino una especie de resignación tal que podía vencer dolores como la falta de aire, o el golpeteo incesante de aletas y colas contra su piel.

Al abandonar su último pensamiento sintió un impacto indoloro y brutal, distinto del multiplicado golpear de los peces. Vio un mundo de luz; no la difusa y plana del ámbito submarino, sino una luz clara, definida en interminables contornos de luces y sombras. Oyó el sonido de los tanques golpeando contra algo metálico, produciendo tañidos de campanas destempladas. Fue levantado en vilo y maltratado nuevamente por la convulsa masa. Creyó escuchar gritos lejanos e incomprensibles, chirriar de cadenas, golpes compactos y el rumor sordo del cardumen agitándose. Sintió caer en el vacío, y perdió la sensación de la tibieza del agua y el frío rasposo de los peces.

Izado por el enorme malacate sobre la cubierta del barco pesquero, el buzo yacía, despatarrado y sangrante, como un espécimen insólito entre la pesca de la red. Ante los pescadores estupefactos, el aire del mundo entraba de nuevo en sus pulmones y aceleraba su corazón y el calor del sol desentumía sus manos y otra vez la luz vibraba en sus pupilas. Mientras, rodeándolo por todas partes en el copo recién abierto, a su lado agonizaban estrepitosamente sesenta toneladas de merluzas.