La Jornada Semanal, 14 de marzo de 1999
Las repercusiones culturales del automóvil van del poema ``Al volante...'' de Fernando Pessoa al BMW con la carrocería pintada por Roy Lichtenstein. El coche transformó la estética de la velocidad, hizo de las carreteras el espacio épico de las novelas de Jack Kerouac y las canciones de Bruce Springsteen, propició un género cinematográfico (las road movies) y en ``La autopista del sur'', de Julio Cortázar, se detuvo en una obra maestra del embotellamiento.
Además, el coche introdujo ruidos en las ciudades. Ramón Gómez de la Serna festejó el ``klaxismo'' como el espasmódico croar con que los choferes anunciaban sus estados de ánimo. Esta costumbre se inició con discretas bombillas de hule, presionadas por algún asalariado de guante blanco, que parecían un ``fonógrafo enlutado, lúgubre, especie de aparato de medicina para la asepsia de la vía pública'', y desembocó en las orquestas incidentales que ofician en los cruceros a la hora pico.
El coche ha cambiado el perfil urbano con magníficos tréboles de concreto, pasos a desnivel de tres carriles y túneles de largo aliento. Ciertas ciudades, como Los çngeles, Phoenix o Caracas, están tan capacitadas para el flujo automotriz que sorprende que sus habitantes todavía usen zapatos y sepan caminar.
Quizá porque sus espacios naturales son la calle y la autopista, el coche ha tenido repercusiones deslucidas en los sitios donde se queda quieto. El garage, el motel y el autocinema son sus contribuciones a la arquitectura.
Símbolo de estatus y ambulante declaración patrimonial, el auto estratifica a sus usuarios. El Mercedes blindado significa plutocracia y el VW Sedán un mundo donde hay ``facilidades de pago''. Los millonarios instantáneos suelen simbolizar la prisa con que se encumbraron con un vehículo notorio: el Cadillac rosa de Elvis Presley, el Rolls Royce blanco de John Lennon, la limosina extralarga de Frank Sinatra.
En su condición de cámara amatoria, el coche ha transformado las posibilidades del sexo. Seguramente muchos de nosotros provenimos de un arrebato automotriz. Con bastante regularidad, los expedicionarios de la conciencia que buscan regresar al momento en que fueron concebidos se topan, no con el reino junto al mar que todos merecemos, sino con el asiento trasero de un Impala.
Los hombres son tan inseparables de sus coches que muchos padecen lumbago. Aunque desconozcamos los beneficios alquímicos del aceite multigrado, la misteriosa tarea de los platinos e incluso a qué presión debemos inflar las llantas, somos criaturas en tránsito. En la vida moderna, un torero descubre su vocación al cruzar un eje vial.
Obviamente, los autos cambian con los rumbos que recorren. En su interior, el vehículo mexicano lleva adornos muy inútiles, del zapato de bebé que cuelga del espejo retrovisor a la lencería en miniatura que recorre el vidrio trasero. Por fuera, el coche vernáculo (rebautizado por taxistas y agentes del ministerio público como ``la unidad''), ostenta al menos una señal de latrocinio: si no le falta una moldura o un tapón, la antena debe estar doblada como un gancho para colgar la ropa. Estas cicatrices demuestran ``roce social'' y algún viaje de ocasión a la colonia Buenos Aires (el único gran barrio del mundo consagrado a vender autopartes certificadamente robadas).
La victimización de las carrocerías es una lacra urbana tan extendida que ha dado lugar a diversas subculturas: los estetas de gusto sideral que coleccionan estrellas de Mercedes, las sanguijuelas capaces de extirparle una manguera al Tsuru más pobre, los sheiks en asueto que pasean en diligencias cromadas que casi invitan a darles una raspadita.
Dejar un coche en la calle significa abandonarlo a la lucha de clases. A pesar de los bastones diseñados contra los hábiles rateros brasileños, cada diez minutos un ciudadano pasa de la preocupación de pagar las mensualidades de su coche a la impotencia de saber que ya se lo robaron.
La frontera más nítida entre el delito y la vida privada es el cristalazo. Durante años, los capitalinos vivimos convencidos de que era nuestra culpa que nos rompieran una ventanilla: la mano del hampa entraba por el portafolios o el suéter que estúpidamente habíamos olvidado. Hoy en día, el cristalazo se practica con talante exploratorio, para ver si hay algo. Otra consecuencia de este hábito es que, en la lluvia de vidrios, el conductor pierde el engomado de las placas. Son muchos los que circulan con un frágil objeto en la cajuela de guantes: un engomado cubierto de astillas de vidrio. Pero como las desgracias urbanas o son infinitas o no son, resulta que es un delito viajar en estas condiciones. La víctima del cristalazo debe llevar un acta en la que denuncia el asalto de que fue objeto. Sin embargo, hacer este trámite supone pasar una mañana en la delegación, viendo juegos de dominó hasta que una mordida distraiga a un agente. Por ello, la mayoría de los cristaleados circulamos sin acta. Esto provoca que cada tanto una patrulla nos detenga para mostrarnos un código donde una letra diminuta indica que nuestra infracción es tan grave que no se salda con una multa. Llegamos al recurso que ampara el 90% de los casos de corrupción de la policía de tránsito: la amenaza del corralón, tan temida como una abducción por parte de extraterrestres. Nos vemos esperando una grúa, siguiéndola hasta un deshuesadero, pagando una fortuna para sufragar el uso de la grúa y preferimos entregar la tarifa policíaca que evita el viaje a lo desconocido.
En un mundo atravesado por autos, urge que el corralón se elimine del trato social. Con un simple cambio de ley, se pagarían más infracciones y se erradicaría la Siberia con que se nos extorsiona a diario.