Hermann Bellinghausen
El fistol prendido

En una parte del cerebro que no es el cerebro, porque extrañamente se ubica afuera, apoyada en la silla turca, se hace sitio el mensajero químico del olfato, y el impulso que los clásicos llamaban deseo. Era de verse que en Constancia la florista el aroma y el ligue iban de la mano. Pertrecha de su variedad de flores, seducía hasta a los que no se le antojaban; le pasaba sin darse cuenta. Conseguía estar bien en lo posible, según su gusto, eso sí.

En cambio Topacio era otra cosa. Serían las piedras, sería su filo, o que era más fuerte que los demás. No que le faltara olor, sino que no lo utilizaba ni lo intervenía. Era sutil, importante en perfumes. No usaba más caras. Además su tipo... cómo decirlo. A ella era más fácil imaginarla en otro tianguis de la ciudad, menos barrioabajero. Ya la vez era la que mejor estaba allí, agrimensora de la vida, verdadera de cristales que lo mismo regalaba o intercambiaba en corrientes eléctricas que iban y venían, demostrando escasos sentido comercial. Eso sí.

Intimidaba sin proponérselo a los demás puesteros. Al mismo tiempo, le habían tomado cariño, incluso mucho. Le cuidaban el puesto si se movía, aunque de su comercio no entendían. Corsarios de banquetas, expendedores de dulces, pornografía, tacos de sesos y partes de carro, chachareros, herramienteros, relojeros nunca quedaba claro si legales o ilegales, como de hecho ocurre con la mayoría de la gente.

El hermano de Sobrino también puesteaba, unos metros al norte. Vendía libros robados y algunos, los que nadie quería llevar y le duraban siglos, terminaba por leerlos.

Los dos hermanos compartían curiosidad por la niña de las piedras, pero sólo sobrino era su amigo. Se conocieron de antes en alguna escuela, pudo ser la secundaria, pudo ser la prepa.

Hasta que un día los hermanos no aguantaron la intriga, y le cayeron al puesto de la morra (vocablo propiedad del hermano de Sobrino). Era una tarde ociosa, de entre semana, rala en mirones, ya no digamos clientes. Por alguna razón sintieron que la interrumpían, pero a sobrino no le importó, se había vuelto especialista en la materia.

-¿Qué onda, hija? -saludó sobrino.

-¿Qué ondín? -replicó ella sin alzar la vista del ópalo color de fuego que pulía para engarzar un fistol terminado. Percibió el olor agrio del hermano de Sobrino, y repitió su costumbre de ignorarlo.

-¿Te podemos preguntar una cosa? -dijo sobrino.

-¿Cuál cosa? -dijo ella.

-Mira, verás, tenemos una duda, en serio. ¿Qué onda contigo? ¿Cómo andas sin nadie, te hablas con los tipos más raros y les regalas tu venta?

-No empieces -dijo ella.

-No, neta, ¿eres o pareces? Es que, nos preocupas.

Topacio se golpeó las rodillas flexionadas, alzó la frente y revisó seriamente a sobrino de pies a cabeza, y luego repitió el procedimiento con el hermano.

-Sobrino, no mames. ¿Y a ti qué te importa?

-Anda diciendo Rufino que eres bruja, o lesbiana, que has de estar gruesa -la siguió picando.

-Gruesa tu madre, tu abuela, tu bicicleta -dijo ella. Empezaba a enojarse y pareció inminente que echaría a los dos hermanos cuando para regocijo de Sobrino y alucine de su hermano, ocurrió otro episodio de los sentidos de Topacio.

Un hombre de traje y corbata, pero corbata muy bonita, y traje un tanto casual, se detuvo ante las piedras. Iba a preguntas por algo cuando le cosquilleó la nariz una esencia dulce, desconocida y ya inconfundible. Ese mismo aroma que sobrino ha tenido a diario en sus narices sin enterarse. Sin buscar con los ojos apuntó directamente a Topacio las palabras estoy buscando un fistol. Ella se incorporó con elasticidad animal y salió del puesto, atravesó a Sobrino y su hermano como si fueran espectros y se plantó al hombre enfrente, lo tomó por la corbata y, cerca del nudo, clavó lentamente el fistol recién terminado. Sus movimientos en gracia la hacían gacela, y como tal, tímida. La cercanía con el pecho del hombre le llamó la sensación, galopó en su silla turca. En ningún momento levantó la mirada hacia el hombre. Le alisó la corbata hasta el estómago, un poco redondito pero macizo, y regresó al puesto, a la silla de adentro, para ocultar, el color cambiante de su cara.

El hombre sobó el ópalo y sintió un nudo en la garganta. El aroma de Topacio lo mareó, lo apenó, y tampoco dijo nada. Le tembló la barbilla pero no encontró palabras para dar las gracias. Evitó que se le notara que iba a titubear y siguió de largo y como tanto pasante, se perdió en la longitud del tianguis.

Comadrejas asustadas, sobrino y su hermano se escurrieron rumbo al puesto de libros.

-¿Qué onda? -interrogó el hermano.

-Te digo, mano, esa chava está en otro pedo.

Cómo iba a olérselas ese par, si la frecuencia del pomo, el tizne, la fumarola y el ozono les había hecho olfato de artillero.