Rolando Cordera Campos
El PRI y el reloj de la política

La reunión priísta del pasado 4 de marzo no produjo, como lo pensaron algunos observadores apenas terminó la ceremonia, un clima de unidad entre los miembros de ese partido y sus cúpulas. El Presidente dio línea, sin duda, pero sus sugerencias no esclarecieron dudas ni temores ni escepticismos, por lo que el poscumpleaños del otrora invencible se volvió de nuevo presa de los oráculos, más que de los analistas o los políticos.

Si ésta es ya la hora de la política para los priístas, como lo propuso su presidente nacional Mariano Palacios Alcocer, habría que decir que a esa política le falta más de un adjetivo, si lo que se quiere es que sea por medio de la política que ese partido supere sus conflictos, elija a un candidato capaz de competir y, finalmente, gane las elecciones.

La política que tiene que llevar a cabo el PRI para lograr los dos primeros objetivos debe ser democrática. Que el último propósito se alcance por la vía democrática ya no depende tanto de la voluntad priísta, sino de la ley, los otros partidos políticos y la ciudadanía.

Una política democrática, se entiende, no tiene por qué ser asambleísta o plebiscitaria, sino simple y llanamente participativa, lo que no tiene por qué querer decir, necesariamente, una calca de los procedimientos usados por otros partidos o en otros países.

Nadie tiene la patente de corso de la democracia interna de los partidos, pero es claro que para aspirar a ese calificativo es preciso que los institutos políticos llenen algunos requisitos mínimos.

En primer término, deben contar con reglas más o menos estables y claras que aseguren a sus miembros una participación significativa en los procesos de decisión fundamentales de sus partidos: la elaboración y aprobación de sus plataformas, programas y estatutos; la elección de sus dirigentes y candidatos, y la discusión y aprobación de las modificaciones que haya que hacer en el tiempo a sus principios y documentos básicos.

En segundo lugar, deben contar con un flujo adecuado de información sobre el acontecer interior de su partido, las iniciativas que surgen o se preparan en sus órganos de dirección o en sus organismos de base, etcétera. Sin información continua no hay, no puede haber, deliberación y discusión políticas, y sin ellas, simplemente, no hay democracia.

En tercer lugar, aunque no al último en esta enumeración sucinta, es preciso que haya espacios permanentes, en todos los niveles de la organización, para dar curso a esa información y a esa discusión. Es decir, espacios públicos efectivos y estables, independientemente de si el partido en cuestión decide que dichos espacios sean para el uso exclusivo de sus miembros.

El PRI no cumple hoy de modo satisfactorio con esos requisitos, y es por eso que todo lo que hace o dice provoca como reacción inmediata el escepticismo dentro y fuera de sus filas. Pasada la primera reacción, que suele ser airada y belicosa, como ocurrió en esta ocasión con los partidos y dirigentes opositores, sigue el turno de la hermenéutica pueril que no concluye nunca, y se vuelve pronto pura y vulgar especulación.

Ese es el terreno donde pasta el columnismo del chisme y la ocurrencia, del que a la vez se nutren la paranoia y la grilla del propio priísmo. De esa manera, los propósitos supuestos de la cúspide, de orientación y comunicación con las bases de ese partido y el resto de la opinión pública, se desnaturalizan y pierden eficacia. Así se abre la puerta para la acción vertical, destinada al control de daños. El autoritarismo se reproduce como mito y realidad, y la ronda de la simulación sigue su destructivo curso.

Por mucho tiempo, analistas y publicistas de todas las inspiraciones, así como los dirigentes de la oposición de todos los colores, han dedicado una parte significativa de sus esfuerzos a decirle las verdades al PRI y a los gobiernos de los cuales ha dependido. Su fuerza era o parecía ser de tal magnitud, que los efectos de sus acciones y omisiones se entendían y sentían siempre o casi como nacionales. Nadie podía desentenderse de lo que hiciese o dejase de hacer el invencible.

Todo eso acabó y no parece haber vuelta atrás. Gane o pierda el PRI en el 2000, su política -como la de todo el país- tendrá que acercarse a los términos y requisitos mínimos que determina la forma democrática de gobierno.

La deliberación y la irritación que han emergido del partido del gobierno no hacen sino confirmar lo anterior. Quizá la última verdad que haya que decirle al partido que se quiere heredero de los que fundaron Calles y Cárdenas, es que su 1929 llegó, pero no parece dispuesto a esperar mucho tiempo.

Atreverse a adjetivar su política podría ser un primer paso para saltar de la eterna juventud en que ha vivido a una madurez tranquila. Sin demasiados sobresaltos. Para ellos y para el resto del país.