El pasado viernes 14, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, conocida por sus siglas OTAN, incorporó a tres miembros más: Polonia, Hungría y la República Checa, lo cual marca un acontecimiento en muchos sentidos relevante.
En primer lugar, porque los nuevos integrantes de la OTAN lo fueron antes del Pacto de Varsovia, organización creada por la ex Unión Soviética para hacer claros los espacios en que su influencia era inobjetable, y para asentar que la bipolaridad tenía muy firmes soportes, entre los cuales el más importante era el de las armas.
En segundo lugar, porque los países ahora adherentes a la OTAN, durante la llamada guerra fría, sufrieron agresiones tremendas a manos del entonces poderoso Ejército Rojo, incluso mediante invasiones armadas como la acontecida en el 68 en Checoslovaquia. ``Aceptamos la garantía de que mi país no vuelva a ser nunca más víctima impotente de la invasión extranjera'', afirmó el delegado checo Jan Kavan.
En tercer lugar, porque a pesar de que la globalización derrumbó los mitos que sólo tenían como apoyo el de las armas, por sobre el peso demostrable del desempeño económico, las alianzas estratégicas siguen siendo vitales para la seguridad mundial, en particular para el país que se alzó como el gran victorioso de la nueva etapa que ahora vive el mundo: Estados Unidos de América.
La secretaria de Estado, Madeleine Albright, al encabezar la ceremonia, apeló a ``...aprender de la historia'', dando perfecto sentido a sus palabras, no sólo por haber sido catedrática en asuntos europeos, sino por haber nacido en Checoslovaquia.
En el lado opuesto, el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Igor Evanov, afirmó que ``...la expansión de la OTAN es un movimiento en la dirección incorrecta, que llevará a nuevas líneas divisorias''.
La nueva etapa que se inaugura para la OTAN, efectivamente, propone nuevas líneas divisorias, no sólo en su componente geopolítico, sin duda relevante, sino en cuanto al proyecto que se defiende.
Sin embargo, el pleno aprendizaje de la historia no deberá detenerse en el surgimiento de una nueva hegemonía militar. Si bien negar su importancia sería inocente, concederle más de la que tiene, resultaría miope.
Junto con la ruptura del orden bipolar, surgido en Yalta y derrotado en los graneros de Iowa, la seguridad del mundo no está en la posesión de las armas más mortíferas, sino en la capacidad para crear bienestar en el hombre común y corriente. El mismo enorme arsenal nuclear de Rusia dejará de ser potencialmente explosivo únicamente cuando las perspectivas de sus pobladores se expresen en bienestar creciente; de lo contrario, ninguna OTAN podrá impedir que la violencia social termine por apretar el gatillo y desatar la hecatombe.
La creatividad para la construcción de instituciones capaces de organizar a la sociedad global debe mantenerse como eje de esa premisa. La seguridad, en cualquiera de sus niveles, al interior de una familia, entre los integrantes de una colectividad, en el ámbito regional y aun mundial, dependerá de que haya expectativas para el desarrollo humano, de que haya caminos para transitar hacia el futuro.
El acopio de armas, si bien en algún momento resulta útil, no es suficiente. La misma reconfiguración de la OTAN así lo expresa. Mientras la marginación sea la constante, mientras el número de pobres crezca y la concentración del ingreso se agudice, la seguridad será relativa y la zozobra será la constante. Aprendamos de la historia, para no repetirla o para saber hacia dónde nos puede conducir la terquedad.
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