Europa nos tiene ya habituados a sus vertiginosos giros de vals. En efecto, la política socialdemocrática recibió un golpe durísimo cuando todavía no habían acabado de teorizar mucho acerca de una supuesta tercera vía entre el neoliberalismo y el paternalismo del Estado del bienestar y cuando resonaban aún los ecos de los cánticos en loor del funcionamiento pleno mercado dulcificado por políticas sociales. Oskar Lafontaine, presidente del Partido Socialdemócrata Alemán, eje de la alianza gubernamental con Los Verdes, promotor de la política antinuclear y pilar de la "euroizquierda", tiró la toalla o fue expulsado del gabinete (o ambas cosas a la vez) y el canciller Gerhard Schroeder tiene ahora la vía libre para orientar a su gobierno y a su organización hacia la centroderecha (o sea, hacia la política de las grandes empresas y hacia la alianza con los liberales y un ala de los democristianos). Los Verdes, los sindicatos, los trabajadores en general y los consumidores ahora deben remar contra la corriente gubernamental que antes les era favorable. Y, aunque la batalla no ha terminado y Schroeder aún no puede cantar victoria, es indudable que Alemania pasa a adoptar una línea semejante a la de Tony Blair contraria a la llamada Europa social. Eso se refleja ahora en la defenestración de la Comisión Europea, que era fruto del equilibrio anterior no sólo entre Francia y Alemania sino también entre la "euroizquierda" y el sector conservador, política y empresarial. No es casual si se habla de meter por la ventana en Bruselas y como jefe de la comisión a Helmuth Kohl, apenas eliminado por el electorado alemán o a los conservadores "socialistas" Mario Soares o Felipillo "el Pillo" González. La pelea por la reorientación de ese organismo y de toda la política de la Unión Europea se dará pues en diversos campos, comenzando por la política agrícola común, cuya modificación ha motivado fuertes propuestas de los países meridionales y en particular de España sin satisfacer por eso a los campesinos franceses, y siguiendo por el espinoso problema de la política europea de seguridad, que Estados Unidos pretende identificar lisa y llanamente con la subordinación a su hegemonía en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Esta, por supuesto, implica una dura política antiserbia y cerrar los ojos ante las continuas violaciones de los derechos humanos por Ankara y las permanentes provocaciones turcas en Chipre y en el mar Egeo y el genocidio del pueblo kurdo. O sea, simultáneamente, tendremos un aumento del peligro bélico y de la debilidad europea ante Estados Unidos y una restricción brutal de la democracia en nombre del "realismo político".
En junio se realizarán las elecciones para el Parlamento Europeo y es posible que la izquierda del mismo aproveche el debilitamiento del llamado Partido Socialista Europeo, del cual forman parte tanto los socialdemócratas alemanes como sus aliados, los socialistas franceses dirigidos por Lionel Jospin, que se apoyaban en Lafontaine desde el punto de vista partidario aunque Francia, como Estado, viese con malos ojos el protagonismo alemán en Bruselas, que ahora es mucho menor. Pero es probable también que aumenten notablemente las abstenciones, pues buena parte de los electores no tienen ni esperanzas ni perspectivas y ven desilusionados los cambios repentinos en los vértices de los partidos por los cuales votaron. Ese abstencionismo favorecerá sin duda a la derecha social además de que debilitará al Parlamento Europeo, que ya de por sí carece realmente de atribuciones importantes frente a la comisión (que representa a los gobiernos) y ante las autoridades financieras. La unidad europea, hasta ahora, se ha hecho en efecto antes en el campo financiero que en la vida política pues el capital es trasnacional pero los Estados sobreviven y se contraponen. Y el gran capital, por encima de los Estados, se mueve hacia una conciliación con Estados Unidos, aunque mantenga la guerra de los plátanos. Sin embargo, la subsistencia de los diversos Estados (y, particularmente, del francés, con su tradicional nacionalismo) permite varias batallas de retaguardia contra la americanización del viejo continente (la cual no es sinónimo de subordinación total a Washington, pues se americanizan incluso sectores con veleidades de confrontación y de independencia). En vez de apoyar la convergencia con Wall Street nuestros países, por ende, tendrían interés en impedirla y en aliarse con quienes la combaten. Pero eso requeriría una lógica completamente opuesta a los de los varios Menem. Si se quiere peras, no hay que pedirlas al olmo, sino al peral...