``La madrugada tiene la tristeza de llegar en tren a una estación que
no es la de uno.''
Juan Ramón Jiménez La casa de la ``suave patria'' de López Velarde era tan grande que el tren iba ``por la vía como aguinaldo de juguetería''. Ahora ya no va o va muy poco por obra y gracia de un proyecto privatizador que, inicialmente, deprimió a la empresa pública hasta un extremo tal que permitió a los economistas neoliberales plañir con ceniza en la cabeza y rasgarse las vestiduras para increpar al ``estatismo obeso'' y llamar al superratón neoliberal al rescate de la rentabilidad de una empresa que fue concebida candorosamente con el ideal del servicio público. Los ferrocarriles nacionales nunca fueron santos de la devoción de los apresurados o de los fanáticos de la puntualidad. Para viajar en ellos era necesaria una ``mente filosófica'' y una disposición jovial para el cumplimiento de los ritos de la salida, el viaje (que era lo fundamental) y la llegada (que debía tener una importancia secundaria). El viaje tenía sus personajes y liturgias: el conductor, el garrotero, el agente de publicaciones, el vendedor de cigarros y golosinas, los porters del pullman (viejos coches ingleses con camas amables, cobijas con el logotipo de la empresa, pequeñas toallas y decoraciones art noveau o art deco), los boleteros con sus perforadoras plateadas, los maquinistas con sus overoles rayados y sus cachuchas abombadas, los hermosos uniformes azules con sus gorras redondas, la escolta militar instalada en el ``cabús'' (esta palabra, en el lenguaje popular, describía la parte anatómica que comienza ``donde la espalda pierde su honesto nombre''), las linternas, el ruido del vapor y el ojo luminoso de la locomotora. En las estaciones (``y en el murmullo de las estaciones, con tu mirada de mestiza pones la inmensidad sobre los corazones'') se cumplían otros ritos deleitosos: desayuno en Lechería, tacos de nopales en Tula, camotes achicalados en Querétaro, cajetas en Celaya, limas en Silao, fresas en Irapuato, crema y embutidos en La Piedad y Yurécuaro, una perfecta carne con chile en Poncitlán, tacos de barbacoa y mixiotes en Apizaco, gardenias en Córdoba, camarones en Banderilla, queso de tuna en San Luis, asaderos en Villa Ahumada, camotes en Puebla, moles de todos colores en Oaxaca, tacos de iguana en el Istmo, telas bordadas en Huixtla, ``codzitos'' en los Chenes, dulces de leche y nuez en Saltillo, callos marinos en Mazatlán, tacuarines en Culiacán, tacos de carne seca en descomunales tortillas de harina en Puerto Peñasco, dulces y cigarros de ``fayuca'' en las cercanías de las ``chulas fronteras''... la lista se extendería a localidades alejadas que siempre tuvieron su comunicación con el resto del mundo en el ferrocarril, símbolo de la modernización porfiriana y de las campañas de la revolución. El bazarista memorioso ha vertido sus recuerdos de miembro de una pequeña burguesía que, a veces, podía darse los lujos del coche cama, pero lo que realmente importa de estas nostalgias es que el ferrocarril fue el medio de comunicación fundamental de las clases populares. La crisis de los ferrocarriles se nota en las carreteras ocupadas por trailers monumentales que son capaces de liquidar las capas asfálticas en unos cuantos meses y constituyen un peligro constante, pues sus conductores juegan carreras, ejercen sus poderes de peces mayores y muestran un enfermizo amor por la velocidad.Los servicios de carga han sido entregados a compañías que muestran una natural desconfianza en la solidez de nuestras finanzas. Esta actitud se manifesta en la lentitud de las inversiones y de la ``reorganización'' del servicio. En lo que se refiere a los trenes de pasajeros, la empresa, obligada por la ley, sigue prestando sus servicios con una indolencia y un descuido notables. Los trenes, por arte de milagrería, sucios, desmantelados, más impuntuales que nunca, cubren desmañadamente algunas de las antiguas rutas. Hace poco intentamos viajar hacia el Sur en uno de los trenes emblemáticos de la empresa. La experiencia causó a nuestros hábitos pequeñoburgueses (agravados por las vejaciones de la edad) una serie de molestias que nuestros compañeros de viaje sufrían sin protestar y asumían como parte del destino de su grupo social que aguarda días y días instalado en las salas de espera carentes de servicios sanitarios y, cuando logra acceder al tren, se acomoda en asientos tambaleantes, camina por pasillos de duelas destruidas y, si la fortuna le ayuda, algún día llega a un destino desconocido en la triste madrugada del poema de Juan Ramón que nos regaló el epígrafe. Mientras el mundo entero amplía y perfecciona sus ferrocarriles, nuestro país los desmantela y el gobierno los entrega a compañías privadas que han demostrado estar ``privadas de iniciativa'' (Efraín González Luna dixit). Víctimas de los palos de ciego y del frenesí neoliberal, los heroicos trenes siguen ``pita y pita'', pero cada vez caminan menos. HGV
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del siglo XX
La trayectoria cinematográfica de Kubrick arranca con un documento de 1950, que por desgracia no he visto, Día de la pelea, y se cierra el día de muerte en Londres en 1999. Si decimos, con verdad, que las novelas de Balzac son el siglo XIX, podemos decir, con igual verdad, que las películas de Kubrick son la segunda mitad del siglo XX. Es decir, el testimonio es tan perspicaz y certero que se confunde con la realidad misma. Y si decimos que el arte emblemático y de masas del siglo XIX fue la novela, el de nuestro siglo es, quién va a dudarlo, el cine. El mérito es artístico: Kubrick alcanzó esa penetración por la inaudita perfección y originalidad de cada una de sus creaciones. Nació en Nueva York en 1928, judío del Bronx, en una de sus rarísimas entrevistas (Kubrick fue en extremo reservado, solitario y secretivo), afirmó que le había atraído filmar las memorias de Albert Speer, el tecnócrata arrepentido, de Hitler, pero añadió que ``no lo puedo hacer porque, bueno, soy judío''. Empezó como fotógrafo de la revista Look, y, tal vez así dio comienzo la adquisición de su legendaria habilidad técnica en todos los campos del cine. Se cuenta que su perfeccionismo compulsivo y afán de control completo lo llevaron a operar personalmente el proyector en la sala de estreno de 2001 Odisea del espacio. Su primer largometraje fue The Killing (1956), la he visto, por suerte, dos veces, es de gángsters y ya prodigiosa: cuenta la cuidadosa planeación de un asalto a un hipódromo y el asalto mismo con sus inesperadas consecuencias. Kubrick se inscribe de maravilla en la tradición del filme de gángsters y aporta novedades: muchos personajes, lo que en cine se llama película ``unanimista'', y diferentes tiempos manejados con maestría. Si la localizas, no te la pierdas. Siguió Senderos de gloria, obra maestra que denuncia las atrocidades y estupidez de la primera guerra. La he visto tres veces. Es en blanco y negro y tiene muchas secuencias memorables. Estuvo prohibida en Francia durante años por atacar a mandos del ejército francés. Vino después Espartaco (1960), con guión de Dalton Trumbo, hasta entonces vetado por el macartismo. La he visto unas cuatro veces; es, creo, la mejor película ``de romanos'' filmada en Hollywood, porque, aunque es superproducción, tiene detalles de fina psicología, amplio contenido político y social (Prometeo y Espartaco son los héroes paganos de la izquierda) y grandes actuaciones. Siguió la controvertida Lolita (1962), versión de la novela, con guión del propio Nabokov. Tres veces la he visto. Su principal defecto es que Lolita no es niña, como en la novela, sino una adolescente ya en edad de merecer. Pero los otros actores están muy bien, sobre todo Mason y la Winters. Vino después Dr. Strangelove o Cómo aprendí a amar la bomba (1964), inmaculada sátira de la guerra fría y la histeria belicista con el proteico Peter Sellers en varios papeles (como de Lon Chaney ``el hombre de las mil caras, todas iguales''). La vi dos veces. En su tiempo hizo furor, hoy es, supongo, apenas inteligible. Pero tiene incomparable valor histórico, pues cifra una época entera. Sigue su más indiscutible obra maestra, 2001 Odisea del espacio (1968), con guión escrito por él en colaboración con Arthur C. Clarke. La mejor película de ciencia ficción jamás filmada. Es una película nietzscheana: abre con el paso de mono a hombre y cierra con al advenimiento del superhombre tecnológico. Tiene gran número de innovaciones en tecnología cinematográfica (la banal serie La guerra de las galaxias y otras películas aprovecharon estos adelantos). La derrota de Hal, la computadora, ha adquirido valor proverbial. No puedo seguir al mismo paso. Siguieron a ésta Naranja mecánica (1971), de una novela de Burgess, Barry Lyndon (1980), El resplandor, y una sobre la guerra de Vietnam, tema que no podía dejar de tratar, Full Metal Jacket (1987) y luego el maestro de tantas maravillas se sumió en un largo e inexplicado silencio, hasta ahora que, según leo en el periódico, volvió a filmar y acaba de terminar una última película, de la que no sé nada. En Kubrick no hay propiamente estilo reconocible: cada una de sus películas parece aislada y única. Esta singularidad del arte de Kubrick resulta de su capacidad de concebir y mantener cada una de ellas en el género que le corresponde, sin desviarse ni mirar a los lados, y ahí situado, planear, ajustar y ejecutar con perfeccionismo muy estricto. Por eso cada uno de sus filmes es como un mundo cerrado y autosuficiente, sin antecedentes ni consecuentes. Murió también Joe DiMaggio, el gran Yanqui Clipper, héroe de mi niñez beisbolera. Fue, dicen, perfecto caballero, y supo amar mejor que los otros, a la desdichada Norma Jean. DiMaggio conectó de hit en 56 partidos consecutivos, fue una locura, nadie ha logrado igualar esta marca. Kubrick conectó de hit en todas sus películas, es otra locura (piensa que un buen promedio de bateo es, de 10 veces al bat, 4 hits, y Kubrick conectó casi de 10, 10) y varias veces dio rotundos jonrones. No hay nada que lamentar: tuvieron los dos grandes, casiÊinhumanas capacidades, y tuvieron amplia oportunidad de emplearlas a fondo, ¿qué más se puede pedir en esta vida?
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