La Jornada Semanal, 21 de marzo de 1999
Este libro no es ese que yo había pedido que se anunciara sobre la Gran Garabagne, obra que no se puede terminar en un año, sobre todo en lo que concierne a la parte propiamente etnográfica y lingüística.
Pero un resto de fiebre perniciosa, de la cual, lo veo, uno no se cura jamás, me ha impedido trabajar, presa de temor ante el pensamiento de morir sin haber dado a conocer de ningún modo esos países que sólo James Fitzgerald y yo hemos explorado (porque su esposa no ha visto nada, aunque ella lo finja); me resigno a publicar aquí notas establecidas poco tiempo después de mi regreso a Europa y que dan a su manera, con los tonos diversos que pueblos muy diferentes hacen naturalmente tomar, la impresión de esos países asombrosos.
¿Qué más diría yo? Como después de mis viajes a las Indias, a China, a Ecuador, una vez más ahora, me encuentro desesperado por no haber podido traducir toda la personalidad de esos pueblos extraños, impresión que conocen todos aquellos que son más bien exploradores que escritores.
Pero la materia, superabundante puedo decir, triunfará, espero, sobre las imperfecciones de quien las consigna en páginas. Le ha parecido interesante al editor publicar por separado, en un atlas de gran formato, los bellos mapas de Fitzgerald, y los croquis y retratos que he hecho de las diferentes razas observadas. Esta obra pronto será terminada.
Los Epalus
Los Epalus son tímidos y sentenciosos, excelentes en la pesca, en la que son de una paciencia infinita. Buenos labradores también. Incluso los hombres cosen y bordan, y de manera muy aplicada. Sus mujeres pasan por muy perezosas. ``Somos solamente reflexivas'', replican ellas. No lo puedo decidir, no habiendo visto más que a una, y dormida. Eran las once de la mañana. Pero esas cosas pasan. Ella tenía una trenza, una larga y sólida trenza, rica en reflejos. Esta trenza, tendida cerca de ella, como un pequeño ser domesticado y discreto, poseía, siempre la veré, una luz extraña y como pensativa. El Epalu, su marido, equivocándose sobre mi aire soñador, me dirigió una mirada de complicidad, un aire desalentado como para decir: ``Ya lo ve.''
Yo no veía sino la trenza; la mujer al lado, no menos quieta, parecía no respirar.
La gabèdre
Los Bures llegados a la edad adulta no tienen más que unos cuantos dientes buenos. La gabèdre es la causa. Esta larva activa se aloja con gusto en la raíz de un diente, lo insensibiliza, lo excava, y de un diente sano en dos meses hace uno muerto.
El hombre no se inquieta, confiado en el aspecto habitual de su boca. Sin embargo, sus dientes están muertos. Y una vez que la primavera arriba, sobre el primer hueso venido, se quiebran como avellanas; para entonces las larvas se han ido y, ya pasado el invierno a pedir de boca, han descendido por el intestino, en donde cuentan con pasar la primavera. Al inicio del verano, habiéndose vuelto el calor suficiente, abandonan el cuerpo del hombre, que se les ha vuelto inútil, y tan pronto como salen por el ano despliegan las pequeñas alas que les han brotado y se elevan por el espacio, donde el hombre, que las tuvo en sus dientes y sus excrementos, las envidia por poder agitarse libre y caprichosamente.
Los Goulares
Se notó siempre que lo que había de más maravilloso en el hombre era el entusiasmo, pero que, ay, uno se quebraba rápidamente los huesos, o bien uno quebraba los huesos de los demás.
Los Goulares han intentado disociar los dos. El entusiasmo y su objeto.
Por lo tanto, no más objetos.
Ellos se incitan a excitarse. Se les ve solitarios sobre una roca, o en tropel por las plazas, en trance. Invadidos por fiebres de lobo.
Los Etredis
Sus tribus, antes numerosas, no cuentan más que con algunos individuos, y muy delicados. Una enfermedad que evita a casi todas la razas ha dado cuenta de ellos. Se trata de una enfermedad intestinal: la Estracelosa. Los intestinos se vuelven a tal punto frágiles que son agujerados incluso por zanahorias cocidas, por un puré que sea un tanto pesado, pero no por un caldo, leche, jugos de fruta (salvo los más ácidos).
Pero entonces es la moral la que se torna frágil.
En el país de Hebbore
En el país de Hebbore, el calor es bueno, el clima es bueno y la gente satisfecha.
Aman fácilmente sin mucho meditar. Su número, sin embargo, casi no aumenta, no son prolíficos.
Una mujer que echó al mundo tres niños ha provisto más que la mayoría de sus amigas.
Pero los niños son bellos y sanos como sus padres y felices de venir a pasar una vida sobre la tierra.
La diarrea de los Ourgouilles
Pero en un clima tan abominable como el suyo, ellos no pueden escapar a todas las enfermedades. La diarrea de los Ourgouilles es célebre en todo el Occidente. Se trata de una diarrea con autofagia. El hombre es digerido y evacuado poco a poco por su propio intestino.
El fenómeno no se detiene con la muerte aparente, el cadáver continúa defecando sin cesar. Se encuentra de todo en esas deyecciones, sangre, pedazos de páncreas, campanilla, pleura incluso, y hasta esquirlas de hueso, se cree, y el muerto pierde también la lengua. En menos de tres horas, la catarata innoble ha arrasado con todo, vaciando al hombre como se hace con un pollo. Y si el enfermo tiene un instante de reposo, es para vomitar, para vomitarse a sí mismo.
Ciertos médicos opinan que la muerte es real al término de la primera hora. Otros, que ella es sólo aparente.
Por convenio con Magazine Littéraire