La Jornada Semanal, 21 de marzo de 1999
Me había resistido a ver Más allá de los sueños por temor a comprobar qué tantas concesiones hizo el director neozelandés Vincent Ward para poder filmar su primera producción hollywoodense. En su muy esporádica carrera -cuatro largometrajes en quince años- Ward ha mostrado una imaginación visual y una sensibilidad poéticaÊfuera de lo común. No conozco Vigil (1984), su opera prima, pero los festivales extranjeros me han permitido apreciar las cualidades de The Navigator: A Medieval Odyssey (1988) y Map of the Human Heart (1992, distribuida aquí sólo en video bajo el título de Mapa del corazón humano).
La primera es una aventura fantástica sobre el viaje de unos peregrinos medievales a tiempos modernos para escapar de la peste; sin efectos especiales hollywoodenses, la cinta alcanza una dimensión mítica en ese choque cultural que revela inquietantes analogías, bajo una rica imaginería en blanco y negro. La segunda narra una emotiva historia de amor predestinado a lo largo de tres décadas, en la que un idilio nace en un orfelinato y se consuma años después en plena segunda guerra mundial. De imágenes también memorables, la cinta es en cierta forma un anticipo de Los amantes del círculo polar, de Julio Medem.
Aunque Ward fue contratado para dirigir Alien 3, su participación se redujo a la de coargumentista -su aportación fue la concepción de ese planeta poblado por reos monacales-, por no entenderse con los altos mandos hollywoodenses. Ahora el cineasta ha debido trabajar con un texto de Ron Bass, uno de los guionistas más exitosos del Hollywood actual, por su capacidad de explotar la sensiblería envuelta en paquetes presuntuosos (Bass, o más bien el taller de escritores presidido por Bass, ha sido responsable de tales joyas de la cursilería como La boda de mi mejor amigo, Mentes peligrosas y Quédate a mi lado).
Entonces, la premisa de Más allá de los sueños no inspira, de entrada, mucha confianza: una pareja de almas gemelas, Chris y Annie Nielsen (Robin Williams y Annabella Sciorra, respectivamente), viven enamoradísimos desde que se conocieron en un lago suizo; la tragedia sobreviene cuando mueren sus dos hijos en un accidente; pocoÊtiempo después, el propio Chris fallece atropellado y, tras atestiguar su propio velorio y entierro, se encuentra en lo que se supone es el Cielo: una versión tridimensional de una pintura de Annie. Según le explica su guía, Albert (Cuba Gooding Jr.), el más allá es una extensión de nuestros deseos en vida. Pronto, Chris tendrá oportunidad de reencontrarse con sus hijos, bajo una forma física inesperada. Sin embargo, el paraíso se ve ensombrecido por el suicidio de Annie, quien no ha podido soportar la pérdida de sus seres queridos. Chris deberá rescatarla de ese infierno, la dimensión de las almas que no saben que han muerto.
Ahora sí respaldado por una tecnología de alto costo, Ward despliega su imaginación gráfica para crear ese universo espiritual intangible. De hecho, la película se sostiene en su inventiva porque el argumento no da para mucho, dentro de su mezcolanza de budismo y catolicismo, capeada por una buena dosis de misticismo New Age. Las imágenes mismas son una amalgama de influencias pictóricas, que van de Doré a Dalí, pasando por el impresionismo y el arte kitsch, y son tan llamativas que, por buena parte del relato, nos hacen creer en su descabellada premisa.
La visión del infierno es en particular afortunada. El realizador utiliza conceptos mitológicos -el cruzar un río en una barca, por ejemplo- pero también inventa otros, como una catedral gótica invertida o un suelo tapizado de rostros humanos, vivos, entre los que sobresale el posible padre del protagonista (un Werner Herzog irreconocible). En esas instancias, Ward confirma que, aparte de Terry Gilliam y tras la muerte de Kubrick, no existe otro cineasta actual capaz de conjurar ambientes fantásticos cuya existencia no parece artificial.
Sin embargo, esa fuerza visual es insuficiente para hacer verosímiles las huecas pretensiones del guionista. Aunque hemos aceptado las reglas variables de ese colorido más allá, falta un elemento de auténtico dramatismo para apuntalar el derroche sentimental de lágrimas y apapachos que concluye la película. No ayuda la presencia de Williams y Sciorra, dos actores poco aptos para un proyecto que se quiere trascendente. Williams se ha convertido en una de las figuras más insufribles del cine gringo, porque encarna con vehemencia ese temible clisé, el payaso que llora por dentro; el cómico no tiene empacho en llorar por fuera, y cada una de sus miradas dizque tiernas, provoca un reflejo condicionado de repulsa. En cambio, Sciorra es como la Annie Girardot de los noventa, una actriz que siempre parece estar de malas y/o al borde de una crisis depresiva. Un amor eterno entre ambos personajes sólo puede verse con escepticismo.
Otro proyecto más digno deberá salvar el talento de Ward de ese infierno.