La Jornada Semanal, 21 de marzo de 1999
Vivimos en uno de los pocos países en los que se considera educado quedarse en una reunión hasta que se duermen los anfitriones. Si el impulsivo huésped trata de incorporarse antes de las dos de la mañana, el dueño de la casa le pregunta: ``¿Pero qué mala cara has visto?''
Aunque disimule sus bostezos llevándose la servilleta a la boca, el mexicano que invita a cenar se asume como mártir de la hospitalidad. Hay muchos modos de que una reunión desemboque en la catástrofe (Benjamín agrede a todo mundo con seriedad de regimiento y luego protesta: ``¡No aguantan bromas!'', Xóchitl repite su infinito análisis de las elecciones internas del PRD, Conchita toma la guitarra y amenaza con cantar una de Chabuca Granda), de cualquier forma, por negras que sean las circunstancias, el anfitrión sólo piensa en prolongarlas.
Al otro día, comenta: ``¡Los Jiménez se quedaron hasta las cinco de la mañana!'' No importa que eso sea indeseable. El éxito del festejo se mide por su duración. Un veloz duelo de ingenios se valora menos que el dilatado teatro de malentendidos de quienes no saben cómo irse de ahí.
Abandonar de repente una casa ajena es un agravio. El invitado debe hacer su mejor esfuerzo para que no parezca que se da a la fuga. Por ejemplo, conviene llegar con un pretexto que prepare la retirada. El expediente del hijo enfermo es el más socorrido, aunque está probado que de tanto enfermarlos en la imaginación los niños acaban por contagiarse en la realidad.
Tampoco es muy útil inventar algún urgente asunto mañanero. Esto amenaza con prolongar la reunión hasta el desayuno: ``Te vas de aquí a tu compromiso, hombre.'' La mejor estratagema consiste en simular un problema vago, intrincado y algo humillante: ``Dejamos a los niños con Juanita, mi prima que se trató de suicidar; lo hicimos para que recuperara la confianza en sí misma, pero la verdad es que me da mucho pendiente que mis hijos estén con ella.''
Un relato de este tipo no hace quedar bien pero inquieta lo suficiente para que el desprecio por salir temprano se transforme en lástima por ir al sitio donde Juanita se hace cargo de los niños.
Eso sí, una vez tomada la decisión de partir, no es lícito ponerse de pie sin más trámite que sacudir las migajas del saco. Cuando la pareja o los amigos que llegaron juntos cruzan esas miradas que en las novelas se llaman ``de entendimiento'' y en realidad son de angustia, el más elocuente del grupo debe iniciar el lento protocolo de la despedida.
Estamos ante un género literario moroso, que repudia la claridad y lo explícito, dominado por la alusión barroca.
Los pasos para salir sin gran demérito de una casa hospitalaria son los siguientes: 1) elogiar la comida y recordar que comimos dos veces el pudín azteca, algo insólito desde nuestra última amibiasis; 2) aprobar con oportunismo la tesis más molesta del anfitrión (``fue muy iluminador lo que dijiste de Hitler''); 3) insistir en que vivimos lejísimos; 4) (en caso de vivir cerca) mencionar los desperfectos del coche que amenazan nuestra travesía; 5) decir: ``qué trasnochada'' (a la hora que sea); 6) proponer un encuentro tan próximo que resulte un descanso que nos vayamos; 7) añadir algún dato escabroso sobre Juanita. Este es el programa básico para decepcionar de un modo amable a los amigos. Uno parte sin quórum, pero con el honor intacto.
Ciertos recursos pueden mejorar o arruinar la despedida. Por ejemplo fingir un malestar repentino (nunca relacionado con el menú) o dividir a los anfitriones. Esto último requiere de maña conspiratoria. De pronto te acercas al amigo cuya generosidad se parece tanto a un arresto domiciliario y le dices al oído: ``Mañana nos vemos en el vapor y te cuento de La Chata.'' Obviamente esta complicidad depende de qué tan interesante sea La Chata. Si la frase no genera un morbo fuerte, puede tener nefastos resultados. En cambio, si el anfitrión necesita ese informe, acallará las protestas de su mujer como si ella profiriera una desubicada letanía musulmana.
Después de tres cuartos de hora dedicados a crear consenso, sobrevienen esos abrazos de andén o de aeropuerto, tan largos que deberían dar millaje para regresar por el recalentado.
Estamos, al fin, a un paso eterno de salir. La canción ranchera, siempre atenta a nuestro dolor, supo resumir el momento de umbral en que el invitado es ya un intruso: ``Te vas y te vas y no te has ido.''
Quizá porque somos impuntuales hemos hecho de la permanencia una virtud. Una vez que se produce el milagro de que la gente llegue, no hay que dejarla ir.
El huésped perfecto debe estar dispuesto a cambiar de huso horario en la sala de sus amigos. A las tres de la mañana acepta un digestivo y a las cuatro un totopo con un puré inclasificable. Cuando sus anfitriones se quedan dormidos en la sala, en posturas de entierro zapoteca, escribe una nota en la que pide disculpas por haberlos desvelado tanto. Al día siguiente, ellos le hablarán, mortificados por la culpa: ``Ni adiós te dijimos.'' En las reuniones que aspiran a la eternidad, el más amable apaga la luz.