Héctor Aguilar Camín
Adiós, poeta
Ha muerto Jaime Sabines y no sabe uno qué decir. Habría que ser Sabines para poder decir algo en estas ocasiones. Decir la llana, incrédula, oscura certidumbre de la pérdida. Vivió con la muerte a cuestas y murió con su vida a cuestas. Lo medio mataron en interminables hospitales, antes de que muriera de su propia muerte. Miró un rato largo la bugambilia, dice su hijo Julio, tuvo un acceso de tos, y luego murió.
Antes les había dicho a sus hijos y a su mujer que quienes más sufren la muerte son los vivos. Lo sabía él mejor que nadie, porque de ese sufrimiento están hechos sus poemas mayores, y uno de los mayores de la lengua castellana: Algo sobre la muerte del mayor Sabines.
Como siempre, la fama está hecha de malentendidos. Los lectores, los escuchas, los admiradores de Sabines, que suman legión, han escogido al poeta amoroso por sobre el poeta elegiaco, y, al igual que muchos críticos, ven en Sabines al sencillo y eficaz poeta de las emociones antes que al elaborado y esencial maestro de la forma desnuda. No hay nada que discutir. En la obra de Sabines hay esos dos tipos de poetas completos, y algunos otros. Que cada quien elija al poeta que le guste.
Sabines se ha impuesto al desdén ilustrado y al analfabetismo poético. Es el triunfo de su propia forma, original e intransferible. Ha vencido también su inerme desdén por todo lo que signifique promoción de su obra o cuidado de la posteridad. Con la mitad de sus versos, algunos colegas de oficio habrían construido un monumento vivo y un prestigio profesional sin competencia en el ámbito por lo menos de la lengua castellana.
No es el caso de Sabines. Nadie se ha encargado de sacarlo de México, y él tampoco. Llevaba un cuarto de siglo escondiendo sus poemas nuevos en sucesivas reediciones del mismo libro al que le agregaba sin aspavientos ni noticia pública los nuevos poemas que iba destilando, o que perdonaba, como decía él, al releer viejas carpetas
La leyenda literaria de Sabines ha crecido remando contra el desinterés de su portador y no rebasa aún las fronteras nacionales. La buena poesía, como la buena seda que vendía el Sabines joven, el autor de Horal y Tarumba, en su tienda de Tuxtla, también necesita cierto esfuerzo de venta, y el esfuerzo de venta a veces vende más que la calidad misma de la seda, como lo demuestra el mayor prestigio cenacular de poetas menores que Sabines.
Que no haya quejas. Sabines recogió del público y de sus lectores más de lo que necesitaba para validar íntimamente su obra y su vida. Más también de lo que suelen recoger incluso los poetas más altos de México y el mundo. Pudo ver sus versos hechos vida en la boca, los ojos, la memoria y la biografía de la gente. Pudo leer sus poemas ante multitudes y escuchar a la multitud recitarlos con él, como se recitan sólo las oraciones y los devocionarios. Pudo recoger el cariño que sólo se otorga a quien se ha vuelto patrono, disparador, cómplice, juez y parte de nuestras emociones.
Lo pusieron para el velorio en una hermosa caja de madera que le hubiera gustado ver. La habría visto curiosamente, sin vanidad de muerto bien vestido, con la mirada dulce, intensa, risueña y azul de sus últimos tiempos.
Adiós, poeta. Hasta la noche.