Margo Glantz
Se hace camino al andar

Cuando mis padres llegaron al DF, la ciudad era pequeña, el aire de verdad transparente, había pocos coches y menos habitantes; el Centro era verdaderamente el centro, las calles conservaban algunos de sus viejos nombres, muchos indios iban vestidos de manta blanca y huaraches, y las mujeres con ropas de charmés y con los ojos pintados como en los frescos de Diego Rivera y de José Clemente Orozco, o como las películas de Eisenstein, los hombres llevaban invariablemente sombrero, los camiones estaban pintados de colores y recorrían lentamente las calles y las personas solían desplazarse a pie.

En tiempos de aguas las inundaciones eran terribles y había canoas transitando por la ciudad y muchos niños eran transportados de un lado a otro por los indios que hacían ese oficio. Todavía había algunos ríos que poco a poco se fueron entubando, la calle de Cuauhtémoc aún se llamaba avenida de la Piedad por el río con ese nombre, Xochimilco era muy bello y el lago de Texcoco no había sido cegado.

Hace poco vinieron amigos a comer a mi casa y como siempre ųahoraų la conversación recayó sobre la inseguridad de la ciudad. Y todos nos pusimos nostálgicos, recordando esas mañanas tempraneras en que teníamos que ir a la Universidad que estaba en el Centro y el Zócalo aparecía desierto de personas y de coches con excepción de algunos barrenderos que lentamente barrían las calles y en la inmensa plaza que tantas veces ha sido alterada destacaban la Catedral y el sagrario metropolitano. El Museo de Antropología todavía estaba en la calle de Moneda y el Palacio Nacional tenía un aire augusto aunque provinciano. Había cajones de ropa, un sidralito y una sinfonola donde se podía oír a los Panchos y comer un antecedente arcaico del fast food. Entre clase y clase se podía desayunar en un café de chinos cerca de la iglesia del Carmen y la sinagoga Nidje Israel, ir a los helados Holanda o tomar un café turco en la calle de Argentina.

Muchas de las calles estaban cortadas por unos rieles, por los que circulaba el tranvía; yo tomaba el mío en la calle de Palma hacia San Cosme y la calzada México-Tacuba. También abordábamos el tranvía que recorría la avenida Coyoacán, cuando aún era un pueblecito silencioso lleno de huertos, monjas, una panadería, un viejo cine art deco y un restorán llamado Oaxaca que sigue allí perdido entre los coches; la plaza del convento estaba llena de árboles gigantescos, frondosas copas y desembocaba en una avenida estrecha, antigua y silenciosa que todavía se llama Francisco Sosa. En los Viveros aún no había joggers y las muchachas usaban falda, los muchachos trajes de casimir de un azul marino que tiraba a morado por el uso, y los pequeños senderos propiciaban los besos silenciosos en una época en que besarse en la calles era muy mal visto. Recuerdos sentimentales y pegajosos como esos chocolates de cereza recubiertos de estaño y alma de licor que devoraba de niña.

Debo decir, antes de concluir este texto que los fines de semana sí se camina en Coyoacán, las personas se desplazan con la garganta seca y los ojos irritados entre los puestos y la basura, el olor a incienso o a mota y a veces toman asiento en algunos de los nuevos y múltiples restoranes y cafés para desde allí observar a sus congéneres, operación que como diría Engels ųrefiriéndose al Londres de mediados del siglo XIXų ''tiene algo de repugnante, algo en contra de lo cual se indigna la naturaleza humana... La indiferencia brutal, el aislamiento insensible de cada uno en sus intereses privados, resaltan aún más repelente, hirientemente, cuanto que todos se aprietan en un mismo espacio".

Hace dos semanas salí con una amiga un domingo por la noche rumbo a la plaza de Coyoacán que queda a dos cuadras de mi casa. Las calles estaban oscuras, más bien tenebrosas, todos los restorantes cerrados, algunas figuras acuclilladas cerca de los puestos a medio deshacer, y en el suelo esquites mordisqueados, envases de plástico, envolturas vacías; de repente ratas y perros callejeros: nos enteramos luego de que hubo una redada, pues dicen que en la plaza venden droga. Sólo Sanborns estaba abierto, šqué remedio!, cenamos rápido y al salir empezó la odisea de buscar un taxi. Fuimos a la esquina de Carrillo Puerto y los choferes tenían aspecto patibulario, volvimos a Sanborns y allí nos aconsejaron caminar hasta el sitio que está a espaldas del convento. Temblando de miedo recorrimos ese trecho que se volvía eterno, mirando a los lados y hacia atrás con desconfianza, y al llegar al sitio preguntamos el precio de la dejada; la respuesta, un verdadero asalto a mano desarmada. Antes de bajar le pregunté al taxista si todavía recogían pasajeros de la calle. ''No, me contestó, nos da miedo, no es tanto por el dinero o por el coche, sino por las consecuencias, varios compañeros nuestros se han vuelto diabéticos del puro susto".