Olga Harmony
No corro, no grito, no empujo

Si algo puede definir al teatro de este siglo que se acaba es, en términos generales, la consagración del director escénico. En las viejas compañías, la jerarquía de ''primer actor" confería el derecho a llevar la batuta, lo que no suponía destrezas extraordinarias, ya que un mínimo trazo (a veces aletrado porque los actores se debían acercar a la concha del apuntador, puesto que nadie memorizaba) y el ''oficio" de un elenco que se hubiera sorprendido de que existieran técnicas de actuación, ni mucho menos escuelas; la mayoría ''se hacía en las tablas" escalando por permanencia o por edad posiciones y personajes. Una verdadera revolución supuso que alguien externo al elenco lo dirigiera. (Por supuesto que hubo notables excepciones, que son las que recuerdan las historias del teatro y precisamente las recuerdan por ser la excepción de la regla general que esbozo). Con el tiempo, la figura del director escénico se convirtió en una especie de dictador al que todo lo demás se subordinaba y, en nuestro país y en muchos otros, llevó a grandes excesos, lo que también tiñe por lo menos la mitad de nuestra centuria.

Sea como fuere, el director contemporáneo es un personaje dotado de un talento especial. Entre nosotros existe ese dramaturgo que dirige sus propias obras, pero que demuestra su capacidad en la dirección de obras ajenas; se da el caso de autor o autora que emprende la dirección con éxito y de actores y actrices que también muestran su habilidad en este rubro. Pero en muchos otros casos, como el de Gerardo Velázquez que es el que me ocupa, un excelente dramaturgo puede echar por la borda sus propios textos al empeñarse en dirigirlos sin tener este talento aunque tenga grandes dosis del otro. Este ''zapatero a tus zapatos" puede no aplicarse a todos, pero le viene de maravilla a este autor, uno de los más dotados de su generación y de otras.

Como muchos otros dramaturgos mexicanos, Gerardo sufrió la incomprensión del medio y los embates de directores sin talento que desvirtuaron sus textos, lo que lo había orillado a retirarse un tanto de la escena. Poco conocido, hubo quienes reconocieron sus virtudes dramatúrgicas y fue elegido para participar en el SNCA. El espaldarazo definitivo le llegó cuando Héctor Mendoza le pidió un texto, Tiro de dados, que dirigió con su habitual maestría. Y aquí es donde, quienes como yo lo hemos seguido, dejamos de entender su actitud. Con ese montaje el dramaturgo constató lo que otra sensibilidad, en este caso la de alguien como Mendoza, puede aportar a un excelente texto. En cambio, desdeñó la mirada del talento ajeno y decidió dirigir sus obras. Los heraldos negros fue el primer atentado que hizo contra su propia dramaturgia, aunque pasó casi desapercibido. Ahora No corro, no grito, no empujo, premio del concurso Sogem (y si bien sabemos que un premio no avala siempre la calidad de una obra, en el caso de Gerardo Velázquez hemos de suponer que se trata de un buen texto), su incapacidad total como director anula la comprensión del drama. En primer lugar, el espacio. En una de las más feas escenografías de que se tenga memoria, con la que se pretende dar diferentes escenarios ųuno de ellos, la casa familiar, con cubos de unicel rotos y cajas de empaque de cartón, nos remite al precarismo o al estar de paso, nunca a un hogar de clase mediaų y con base en una primitiva iluminación, los actores simulan las diferentes áreas, en el mejor de los casos. En el peor, y es casi una constante del trazo, el escenario permanece vacío mientras detrás de dos carros de tablas se suceden las escenas que el espectador no ve, pero tampoco ųy esto es lo peorų escucha a cabalidad, con lo que mucho se pierde.

Que los jóvenes actores estén pasados de edad para encarnar a adolescentes, casi púberes, no importaría si en su desempeño se advirtiera una mínima interioridad, algún matiz. Meinarda Vega, como Eloísa, intenta un tono de chiquilina con el resultado de que no se entiende la mayoría de los parlamentos. Y así todos, hasta la veterana Tara Parra, poco creíble en ninguno de sus tres papeles. Ese Caín que se va formando dentro de Lardo, no existe, hasta el final que resulta sorpresivo por la inexpresividad de Oscar Yoldi Jr., con lo que se pierde el conflicto. Es un desperdicio de lo que se supone un buen texto y es un desperdicio de la música de Rodrigo Mendoza, que no se acomoda a la debacle del montaje: No corro, no grito, no empujo es la instrucción para los chavos de secundaria durante un sismo, que el autor propone como metáfora de la vida, pero que por desgracia podría serlo de esta escenificación en que se hunde su obra hasta los cimientos.