Pedro Gerardo Rodríguez
UNAM: el poder y el deber

ƑPara valorar el significado de las cuotas en la UNAM debemos anteponer la sospecha de que se está violando un derecho constitucional e intentando privatizar la educación de acuerdo con los vientos neoliberales? ƑO más bien debemos presuponer que el argumento de la gratuidad de la educación superior es un pretexto para legitimar una injusticia e impedir un esquema de financiamiento que mejore la calidad de los servicios? Los críticos del Plan Barnés rechazan la legitimidad del reglamento de pagos y no discuten si es pertinente un nuevo esquema de financiamiento o una ética de la responsabilidad, si las cuotas son una medida relevante para lograrlo, o si en verdad reparan una injusticia; lo que ven tras el argumento de las cuotas es la cara privatizadora y el arbitrio del neoliberalismo. Correlativamente, quienes postulan el pago de cuotas, rechazan como ilegítima la gratuidad de la educación superior y por tanto no discuten de dónde le viene al Estado la obligación de financiar a las universidades y hasta dónde cumple y debe cumplir con ella; lo que ven tras el argumento de la gratuidad es el rostro irresponsable e ineficiente del populismo.

Atrincheradas en sus presupuestos y razones, ambas posturas alegan tal consistencia, tal profundidad y tal altura de miras, que no pueden ver en los otros argumentos algo más que la expresión de un interés mezquino. Creen que tienen la ley de su parte, que representan a la mayoría y que son depositarias del consenso. Lanzan conjuros y denuestos, amagan con represalias y difunden sospechas, ofreciendo un espectáculo poco edificante a quienes esperaban que la cuestión de la cuotas se convirtiera en oportunidad para que en la casa de estudios se deliberara sobre las razones económicas, éticas y legales esgrimidas por el rector, y que a partir del debate se alcanzara el consenso.

Es cierto, por momentos pareció ganar fuerza la postura de aquellos que creen que la deliberación es el único recurso racional para dirimir las diferencias y para alcanzar acuerdos que comprometieran a todos los implicados. Pero contra esa opinión gravitó la cultura de la sospecha y del monólogo que caracterizan a nuestras instituciones y a toda nuestra vida pública. Se trata de un nudo difícil de destrabar. Pues desde la presentación de la propuesta de modificación del reglamento de pagos, y a lo largo de un mes, el rector y sus críticos se llamaron mutuamente al diálogo, se dijeron dispuestos a él y todos a una voz reconocieron en el consenso un alto valor universitario. Se declararon abiertos a la crítica, pero sólo estuvieron dispuestos a admitir la discusión en sus propios términos y con sus propios métodos. Simultáneamente, se acusaron de intransigentes y se recriminaron mutuamente la cerrazón de no querer oír ni entender razones. La ausencia de mecanismos dialógicos en el seno de la casa de estudios impidió ponerse de acuerdo mediante el simple y democrático recurso de hablar y escuchar, de leer y escribir. No usaron el diálogo como recurso para dirimir racionalmente las diferencias y ponerse de acuerdo sobre aquello que es justo o verdadero. No, lo usaron para acallar al otro y echarle en cara sus inconsecuencias.

Es claro que se cansaron de creer en el debate y empezaron a confiar en el valor decisivo del combate; dejaron atrás la posibilidad de encontrarse en el resbaloso terreno de los argumentos y decidieron pasar al seguro suelo de los hechos. Por eso los estudiantes inconformes creyeron que podían conjurar la violación a un derecho constitucional aferrándose a la postura de no dejar hablar al Consejo. Por eso las autoridades decidieron, después de dialogar con sus espejos, que el asunto estaba suficientemente discutido, aprobaron el reglamento y en un desplegado de prensa y confusión, proclamaron el triunfo del consenso.

Ahora la cuestión se ha reducido a un pleito por la legitimidad de un reglamento. Los unos se aprestan a resistir a piedra y lodo, no porque crean que han instaurado la cultura de la responsabilidad o resuelto un problema del financiamiento, sino porque suponen que han legitimado su postura. Merecen sin duda alguna el laurel de las victorias pírricas, pues la validez moral sólo viene dada porque las medidas sean aceptadas como verdaderas, como veraces y como correctas por todos los posibles afectados. Y eso no se logra con desplegados de prensa, ni con llamados retóricos al diálogo, ni amagando con aplicar la ley a los inconformes, sino con aquello que no se promovió: el debate de razones. Por su parte, los otros se aprestan a embatir la plaza, creyendo que si repiten ruidosas consignas y viejos métodos, impondrán la derogación del reglamento, y con ello el ejercicio de los derechos constitucionales en materia educativa.

ƑAcaso podríamos dudar que de prevalecer tales posturas se producirá una gran confrontación y como resultado un estado de anomía o una solución de fuerza? De ser así, al final poco importará si se impone la fuerza administrativa de la autoridad o la movilización estudiantil, pues por un tiempo indefinido se habrá desvanecido la oportunidad de deliberar y acordar racionalmente sobre un asunto tan práctico como la ética que debe prevalecer en la educación universitaria. Y entonces, todos lo lamentaremos.

 

*Investigador del Centro de Estudios Educativos, AC.