El debate nacional no arranca, porque en esencia no se dialoga. Todo se inicia y desenvuelve como un monólogo, en triste y necio homenaje a un pasado que ya se fue, salvo en las mentalidades de los grupos dirigentes y de quienes aspiran a incorporarse a ese círculo. Esta es nuestra falla primordial, a pesar del cambio vertiginoso en el sistema político y en el talante de una ciudadanía que, sin embargo, no acierta a consolidarse como ciudadanía política y se remueve al son de eso que llamamos opinión pública.
En la parcela política todo es evidente y hasta transparente, pero lo que vemos a través de ese espejo no nos gusta. Los partidos se desgarran y fracturan y el Congreso, donde debería realizarse la deliberación principal del nuevo sistema, a duras penas cumple con su función productora de normas de acatamiento universal.
El costo de todo esto es creciente, pero no justifica a quienes insisten en la búsqueda de fast tracks políticos, como las ridículas propuestas de volver al sistema de mayoría relativa o al cuestionable mecanismo de las cláusulas de gobernabilidad. Ninguno de ellos podría expresar, hoy, la densidad y la dinámica del pluralismo político desatado en México por tantas reformas electorales y por un cambio social imparable. Podrían, eso sí, volverse nuevas trabas a una evolución de por sí tortuosa.
Donde nuestra indisposición dialéctica se ha vuelto dañina, es en la economía y sus derivados: la gestión pública y los asuntos fiscales, el sector empresarial público, la energía, la política de fomento, y ahora con toda fuerza la moneda.
Después de las duras pruebas de arranque del nuevo "modelo", que cruzó por descalabros estrepitosos como el de 94-95 y aún no logra desembocar en una economía en pleno crecimiento, podía esperarse un grado mayor de acuerdo que el logrado. Todos proclaman su simpatía (o su resignación) con la economía abierta y nadie propone acabar con el mercado y sustituirlo con una economía planificada centralmente. La convergencia lograda llevó incluso al Presidente a proponer una política económica de Estado, pero lo cierto es que este consenso retórico no se ha traducido en nuevas formas de abordar el debate económico, mucho menos en una institucionalidad que asuma el pluralismo político y, al mismo tiempo, le dé a la gestión económica el lugar complejo y difícil que le es propio.
En el Congreso se han realizado las más espectaculares batallas en este desierto de la imaginación y de las ideas sobre la economía, pero los diputados no han estado solos. Los grandes empresarios han proyectado su visión y su propia vida cotidiana a la política económica nacional, y han montado una "ofensiva" contra el peso y a favor de la "dolarización".
Que hay que reflexionar sobre nuestro sistema monetario es indiscutible, sobre todo en la perspectiva abierta por el TLC y sus proyecciones. La debilidad de nuestra moneda se constata a diario y los sustos del pasado, con sus macrodevaluaciones, no pueden considerarse historia antigua. Pero nada de ello es suficiente, en el mundo de hoy y en el México actual, para entonar los responsos del peso y recibir con fanfarrias un signo monetario que ni siquiera es nuestro y que, por lo dicho en el norte, no lo será más que mediante el comercio, la inversión y la deuda.
Sin un banco central regional y una real convergencia en lo fundamental, no hay moneda única y la ansiada dolarización quedaría, por lo menos, inconclusa, llena de parches y dando lugar a un sistema monetario todavía más precario que el actual.
Lo grave de este connato de debate sobre el futuro, es que parece hacer caso omiso de las experiencias conocidas, pretendiendo hacer tabla rasa de las implicaciones no sólo para los ya dolarizados, sino sobre todo para los que no lo están ni podrían estarlo pronto.
Mientras en Argentina se hacen severos cargos al régimen cambiario basado en el consejo monetario, aquí andamos en busca del emperador en las pampas. No son los populistas de siempre los que ponen hoy en el banquillo al mencionado esquema monetario, sino los grandes empresarios que en un momento lo aplaudieron.
Según varios reportes internacionales recientes, miembros importantes de la poderosa Unión Industrial argentina hacen responsable al currency board por las caídas en la actividad industrial y de las exportaciones, que habrían alcanzado porcentajes de 20 por ciento en el primer caso, y del 30 al 60 por ciento en el segundo. No se trata, con esto, de desechar un mecanismo que en medio de la hecatombe hiperinflacionaria parece haberle sido útil al país de Borges. Sólo de sugerir que los tiempos cambian y que es preciso tomar nota de ello. Entre otras cosas, para no acabar descubriendo un Mediterráneo contaminado y medio seco.