Bonhomía de José Saramago

 

Pablo Espinosa n A finales del año pasado, la solidaridad de las mujeres y los hombres de buena voluntad se concentró en los prójimos devastados por el huracán Mitch en Centroamérica.

La primera semana de diciembre pasado, la atención del mundo se posó en la ciudad nevada de Estocolmo, donde José Saramago recibió el Nobel de Literatura 1998.

Entre lo mucho que dio Saramago en el momento de recibir el Nobel, está un libro ųrecién salido del hornoų que llevaba en su equipaje el escritor lusitano y que convidaba a los periodistas, que habían viajado desde diversos puntos del planeta, su esposa, Pilar del Río, traductora de ese volumen y de las obras recientes de Saramago al español.

Ese libro de inmensa valía de significados empezó, con la primavera, a circular en México: El cuento de la isla desconocida (Alfaguara), hermoso en contenido, bello en continente: 49 páginas en formato pequeño (12.5 por 14 centímetros), pasta dura, diseño e ilustraciones de Manuel Estrada. Un cintillo en la portada refrenda: ''Los beneficios de esta edición se destinarán íntegramente a ayudar a los damnificados de Centroamérica".

 

Prosa en todo su esplendor

 

La prosa de Saramago, que es uno de los más altos valores del mundo actual, en todo su esplendor, en un relato que inicia así:

''Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él) cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comienzan a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza, que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario, que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.''