Esta semana en que culmina la Cuaresma con esos días especiales que son Jueves y Viernes santos, el jubiloso Sábado de Gloria y el Domingo de Pascua, recordamos a Manuel Payno, quien nos regaló deliciosas crónicas de estos días, que nos permiten conocer cómo se conmemoraban en el siglo pasado en la ciudad de México. Cabe recordar que Payno nació en ella en 1810, precisamente al iniciarse el movimiento independentista, fecha a partir de la cual la nación no tuvo casi ningún año de tranquilidad hasta el último tercio del siglo.
La vida del escritor, político y diplomático es representativa de los personajes destacados de esa época: azarosa y conflictiva, pero enormemente productiva, ya que desarrolló múltiples actividades, entre las que sobresalieron la función pública y la política (administrador del estado de Tabasco, ministro de Hacienda, diputado, senador, cónsul general en España). Como era usual en esos tiempos, por los avatares políticos, un tiempo estuvo en prisión y en más de una ocasión ''huido'' en el extranjero.
Sin embargo, al igual que Guillermo Prieto, Lucas Alamán, Francisco Zarco y tantos otros, se buscó tiempo para escribir extensos trabajos, en su caso fundamentalmente novelas, como los inolvidables Bandidos de Río Frío y El fistol del diablo. Pero también publicó crónicas costumbristas en diversos diarios y revistas, bajo el seudónimo de Yo, que ahora edita el CNCA, dentro de las obras completas de este formidable autor.
Gracias a ellas nos enteramos de cómo se conmemoraba en la capital la Semana Santa; hace una encantadora descripción de la preparación de los altares de Dolores que se ponían en las casas: ''Se busca la mesa más grande, luego otra más chica, luego otra más pequeña y se echa finalmente mano del baulito más diminuto. Todo esto se recubre con sobrecamas, tápalos y pañuelos de seda. Entapizan además la pared con cortinas blancas y en la cúspide del altar colocan una Virgen de los Dolores y un Cristo crucificado.
''Los adornos del altar son preciosos: vasos y jarras de cristal llenos de aguas de colores, naranjas doradas, cantaritos cubiertos de chía, platos de trigo, macetas llenas de flores; todo esto adornado con banderitas de oro volador... El alboroto de las familias para poner los altares es infinito. Un mes antes siembran el trigo y la chía y a los tres días previos mueven los muebles y montan todo. El Viernes de Dolores a las ocho el altar se enciende, se tiran cohetes y los convidados, que son los parientes, los vecinos y las personas de estimación, comienzan a entrar y tras las exclamaciones de admiración, disfrutan la horchata, el agua de chía, de limón, tamarindo, piña y canela; la visita acaba en baile, pues el tío que toca el bandolón afirma que bailar no es pecado''.
También platica de las procesiones de Jueves y Viernes santos en que la población estrenaba vestuario para asistir a ellas, pues eran de los eventos sociales más importantes del año; eso sí, todo era a pie, ya que estaba vedado el uso de ningún carruaje o animal de carga como muestra de duelo. Hay que recordar que en estos actos tenían papel predominante las cofradías, que competían entre ellas en el lujo de sus atuendos. Integradas sólo por hombres, las señoras no se dejaban apantallar y se lucían en lo individual con lujosas mantillas de encaje de Bruselas, suntuosos rebozos y vestidos de sedas y terciopelos; como es de suponerse, los de este último material les causaban espantosos bochornos, pero para eso estaban los grandes abanicos.
También comenta Payno las quemas de Judas del Sábado de Gloria, en que se tronaban por toda la ciudad, con la participación entusiasta de la población; era particularmente célebre la que se hacía en la Plaza de Santo Domingo. Resulta sorprendente que esta añeja costumbre aún se lleve a cabo en el rumbo del Centro Histórico, en la calle donde viven los juderos, que ahora hacen también alebrijes, como los famosos Linares. El evento es realmente fascinante, pues los artistas populares compiten en ingenio con sus Judas y así ve uno explotar estruendosamente enormes figuras de políticos, entre las que sobresale el orejón que se hizo popular con las máscaras esquineras.
Asimismo, en este lugar mágico y amoroso que es el Centro Histórico se llevan a cabo diversas procesiones que organizan con devoción los vecinos de las diferentes parroquias y que se encuentra uno por las calles a cualquier hora.
Como ya se sabe, estos placeres siempre tienen que culminar con uno gastronómico que, sin duda, en esta ocasión tiene que ser en la Hostería de Santo Domingo, vecina de la imponente plaza, en donde se degustan los platillos de la temporada preparados como en las casas de las abuelas, acompañados de frescas aguas de chía, horchata, tamarindo y jamaica, y claro que también hay bebidas espirituosas que se pueden campechanear.