Si tú no logras hacer tu marca en la vida, al menos puedes cruzar los dedos y esperar que alguien la haga por ti. Supongo que el hombre a la entrada de las salas en las que se exhibían las fotografías de la Guerra Civil de España, tomadas por Robert Capa, examinaba el catálogo manoseado sobre una pequeña repisa en busca de sí mismo, un niño corriendo despavorido por una calle en pos de un refugio bajo el bombardeo. Un letrero invitaba a hojear las páginas y, de identificar a alguien captado por el fotógrafo, anotar los datos y entregarlos abajo, en la oficina correspondiente del Museo Reina Sofía en Madrid.
Una serie de retratos de Man Ray, sin quién los viera; Capa, al fondo a la izquierda, desbordante de visitas. Entre fotografías, frases de poetas; ante las líneas finales del Discurso de despedida a las Brigadas Internacionales de Dolores Ibárruri, un joven explicó a su novia, a quien se las leía, quién había sido La Pasionaria. ''Volved a nuestro lado, que aquí encontraréis patria, los que no tenéis patria; amigos, los que tenéis que vivir privados de amistad; y todos, todos, el cariño y el agradecimiento de todo el pueblo español que hoy y mañana gritará con entusiasmo, šVivan los héroes de las Brigadas Internacionales!" ƑHoy y mañana?
En octubre de 1938 Capa fotografió a los brigadistas que desfilaban cerca del río Ebro por última vez, no quería permanecer al margen, habría querido hacer algo más que registrar el sufrimiento a su alrededor. En mejores tiempos, es decir, unos meses atrás, con Gerda su mujer, decididos a utilizar sus cámaras para despertar el respaldo mundial a favor de República española, contra la insurrección fascista, respaldada por el fascismo internacional.
Gerda le regaló el nombre Robert Capa y él, hasta entonces André Friedman, llenó la leyenda creada por el amor. Era un gran fotógrafo; para que el mundo lo supiera a tiempo, Gerda llamó la atención. Hizo a Friedman firmar como Robert Capa, el nombre pegó; supuestamente, de un fotógrafo estadunidense de éxito. Las fotografías pegaron; Friedman adoptó el nombre de Capa. De la mano, los amantes fantasiosos, fotografiaron frente tras frente.
Capa salió de España, Gerda lo alcanzaría: pero en una retirada caótica, un tanque republicano la atropelló y Gerda murió. A pesar de su dolor, Capa regresó a España, de donde no salió sino en enero de 1939, por última vez. Murió en 1954 cerca del río Rojo, a los 40 años de edad, mientras cubría unas maniobras francesas, al pisar una mina. Jóvenes, bellos, enamorados, idealistas, muertos.
A finales de la Segunda Guerra Mundial, llegó a la legación de Suecia en Vichy, no se sabe cómo, un maletín con documentos y cartas de Negrín, el presidente del Consejo de Ministros de la II República española. En marzo de 1979, la embajada de Suecia en Madrid entregó dicha maleta, hasta entonces en poder del archivo del ministerio sueco, a la Subdirección de Asuntos Exteriores de España. Adentro, un centenar de fotografías de Robert Capa de la Guerra Civil de España, algunas de Gerda, algunas de otros dos fotógrafos; además, correspondencia oficial relativa a los últimos días de la Guerra Civil española, y cartas y telegramas; entre otros, de pésame por la muerte de Antonio Machado.
No puedo transcribir cómodamente la información en los letreros que recorren la exposición. Unos padres explican a su niña y la amiga de la niña, que ya se quieren ir, que, así como ellas jugaron toda la noche y los padres las dejaron hacer, ahora ellos tenían derecho a visitar la exposición y, ellas, el deber de permitírselo. ''ƑJugamos toda la noche?'', preguntó la hija, con énfasis en toda. Sólo algunos visitantes se acercaban y se detenían a leer cada pie de cada fotografía; uno que otro tomaba nota; alguna señora comentó a su amiga que, a su entender, la expresión de la mujer que tenía enfrente, enmarcada, en blanco y negro, obedecía al miedo. Pocos anteojos empañados por lágrimas; pero, eso sí, gentío, más bien silencio.
Habría vuelto a recorrerla, desde el principio. Me habría gustado tener el poder necesario para visitar la exposición, sala tras sala, a deshoras, sola. Tomar notas, dejar que mis lentes se empañaran cuanto fuera preciso. Pero por lo pronto debía poner punto al tema. Bajé, salí, pasé frente al Jardín botánico, dejé atrás la Estación de Atocha, la cuesta de Moyano, subí a lo largo del frente del Retiro, atravesé Alcalá por el túnel, subí a la derecha por Alcalá, llegué a Velázquez. En la mente, la idea: habría querido examinar el catálogo cómodamente, no dejar que pasara la oportunidad de identificar a alguien, quien fuera, contra el olvido. Es el último domingo de este invierno, después de todo.
Edificios derrumbados, piedras, muros ametrallados, la guerra, señores. Dispersión, polvo, las pertenencias de un hogar, destruidas, abandonadas. Salvar la vida, aunque sea con el abrigo mal abotonado: aunque sea sin abrigo. Mejor morirse de frío y de hambre y de tristeza, Ƒno?, que de bala. ƑO no? Un soldado pensativo contra el tronco de un árbol. Un soldado muerto bocabajo. Tiempo para reír, sin embargo; para arroparse mejor con el viejo saco. Con suerte, alguien identificará al soldado desconocido.