Masiosare, domingo 28 de marzo de 1999



La consulta entre los rarámuri

Tan sólo dos muchachos, sin rostro
ni nombre

Ricardo Robles O. (*)
Fotos: Omar Meneses

Los delegados zapatistas que visitaron a los rarámuri ``no necesitaron asesoría, saludaron la cruz a lo rarámuri, como si fuera esa su tradición. Observaban y actuaban con seguridad y compostura. No parecía que fueran tan sólo dos muchachos con pasamontañas. Tan seguros y serenos procedían, con una fe tan clara en su utopía, con tan exacto rumbo en su quehacer, que no dejaban duda''

Los delegados zapatistas llegaron a Tewerichi cuando ya los rarámuri estaban terminando de firmar el resultado de su acuerdo comunitario. Junto a su nombre escrito por Juan, Arturo y otros escribanos de turno, ponían sus firmas los menos y su huella digital los más. El acuerdo había sido claro: ``sí'' a las cuatro preguntas. Se habían tomado en serio, como se hace en las asambleas suyas, sin leyes ejidales ni otras extravagancias, lo de los doce años libres para acordar y firmar. Mujeres y hombres, niños y ancianos, iban pasando a la mesa en el portal.

Zenaida y Róyer -llamado así según él mismo y su acreditación de La Garrucha-, o Roger como casi todos le decíamos, se sentaron en la cocina junto al templo para esperar. No debían intervenir en forma alguna mientras las mesas estuvieran abiertas para votar o firmar el acuerdo.

Se escuchaban los tambores de danza de los `fariseos', se veían pasar, se organizaban a lo lejos para iniciar el rito. Ni a mirar fueron los delegados zapatistas. Sólo cuando se cerró la mesa salieron a saludar, a platicar, a aturdirse con los muchos tambores indios y a presenciar el inicio de la danza del tiempo cuaresmal. La novedad era mucha, el corazón era el mismo, pero no comentaban de esas cosas los delegados, ni sobre pregunta expresa. No habían venido a pasear como turistas, ni siquiera a conocer horizontes paralelos. Traían una intención precisa, una misión exacta, y lo dejaban ver.

Cuando terminaba un ciclo de danza seguía el segundo, al que todo el pueblo se agrega. Las autoridades tradicionales al frente, los hombres y las mujeres en grandes grupos y los danzantes y los tambores llevando el ritmo, la solemnidad y el rumbo.

Para ir al lado de las autoridades llamaron a los delegados zapatistas, al centro iban, por insólita deferencia. Así las tres salidas del templo con los ``santos'', el incienso nativo y las sacudidas banderas propiciatorias. Así las tres entradas en procesión comunitaria. Así el saludo a la cruz en torno al altar. Así todo el tiempo. No necesitaron asesoría, saludaron la cruz a lo rarámuri, como si fuera esa su tradición. Observaban y actuaban con seguridad y compostura. No parecía que fueran tan sólo dos muchachos en uniforme de pasamontañas. Tan seguros y serenos procedían, con una fe tan clara en su utopía, con tan exacto rumbo en su quehacer, que no dejaban duda.

Durante la misa, al tiempo de la homilía, aceptaron dar un saludo a la comunidad. Zenaida habló en tzeltal, Róyer en castellano y el primer gobernador tradujo al rarámuri. Tampoco ahí perdieron el tino ni la mesura. Su saludo fue breve, cordial, religioso; el oportuno. Y así crecía en torno a ellos el honor inusual, con la sobriedad india como estilo, siempre tácitamente. Todo iba resultando excepcional, ellos en su madura dignidad cordial y la comunidad en manifiesto aprecio.

Con estruendo de tambores y flautas y al paso de la danza salimos al portal que está adosado al templo, el de las asambleas, el de los ``nawésari'' -discursos tradicionales de las autoridades-, lugar de ritual respeto donde estuvo la mesa de las firmas. Siguieron los ``nawésari'', y ahí se les pidió hablar de nuevo en ese tiempo y espacio de las autoridades. Agradecieron la consulta ya realizada, comentaron similitudes y diferencias culturales, exhortaron a seguir luchando por los sueños de todos. Pidieron al primer gobernador que tradujera su palabra y él lo hizo abundando, explicitando, recurriendo a la ``autonomía'', por ejemplo, al traducir la lucha. Y otra vez sucedía lo que no suele, hasta callaban a los niños que querían seguir tocando el tambor o tan sólo jugar.

Róyer y Zenaida presenciaron dos juicios, uno de ellos a niños. Tuvimos ocasión de comentarlos al paso del jurídico ritual. Esto sí les resultó revelador. Eran expresión de esa autonomía jurídica que nunca han olvidado los rarámuri. Juicios amables, sencillos, espontáneos en los que participaba toda la comunidad. No había confrontaciones ásperas ni pretensiones de castigo o venganza. Se vivía claramente un rito austero de reconciliación. Aquí, por una vez, los delegados comentaron, preguntaron, y pienso que soñaron.

Siguió una comida para toda la comunidad, infrecuente al menos, antes que a nadie les sirvieron a ellos, que se excusaron porque debían comer aparte. Devolvieron sus platos según la estricta etiqueta rarámuri. Y luego compartieron palabras y saludos aquí y allá. No parecía, en verdad, que fueran solamente dos muchachos sin dominio ágil del idioma común, en un mundo tan otro y una cultura extraña. No lo parecía a la comunidad que tal lugar les otorgaba naturalmente, como por derecho. No lo parecía a nadie.

Hubo que marcharse. Ellos tenían que regresar por sus pasos a La Garrucha chiapaneca. Los rarámuri, esparcidos por las explanadas del templo y el lomerío, tuvieron un nuevo gesto final de excepción. Los despedían efusivamente, agitando las manos al aire. Gesto, una vez más, desacostumbrado.

El rito de las danzas cuaresmales de ``fariseos'' dramatiza la lucha entre la muerte y la vida, el mal y el bien, la esterilidad y la fecundidad. El fin del invierno árido y el regreso de las siembras son su espacio. Los rarámuri ayudan al dios con sus danzas y fiestas para que no perezca el mundo, para que cobre nuevo aliento, para que ellos, su pueblo, tengan vida más plena. Eso, precisamente eso se celebraba con los visitantes, erradicar la muerte de este mundo perverso que los extermina, avivar su utopía y fecundar el proyecto de vida suyo, en hermandad, justicia y dignidad.

Nada tuvo de extraño en ese entorno ritual -y quizá fue lo único natural del día- recibir a dos muchachos que no lo parecían, de los que habían oído que comparten cosmovisión y sueños, reclamo de derechos usurpados, dignidad en ofrenda para el mundo, certeza y fe en su vida comunitaria. Sí, por eso que comparten y se creen, resultó tan natural el aplomo imperturbable de los delegados y fueron tan obvios los honores tributados a ese símbolo de dignidad humana que eran dos muchachos, sin rostro ni nombre.

(*) Ricardo Robles O. es sacerdote jesuita y vive con los rarámuri desde hace tres décadas.