n Historias de fe, amor y felicidad en la Plaza de la Constitución
Bajo un despiadado sol, el público ardió con las voces de Mercedes Sosa y Eugenia León
Mónica Mateos n Por mucho, el público ardió.
Dos mujeres, dos. Duelo de voces forjadas a lágrima y fuego ante el gran vencedor: el espectador. La calle fue de todos, pero más aún el regocijo de dos gargantas privilegiadas.
Eugenia León y Mercedes Sosa en el Zócalo de la ciudad de México hicieron que cientos de jóvenes, niños y familias soportaran más de dos horas y media el despiadado sol, pues todos querían cantar con ellas, amar como ellas, vivir lo que ellas, decirlo con ellas.
Todos, muy juntitos, apenas con el espacio suficiente para aplaudir, respirando humores y sudores y nostalgias, hicieron que el aire se incendiara en la Plaza de la Constitución, al escuchar las historias de fe, amor y libertad. Eugenia abrió el encuentro, a las 13 horas, y fue seguida por un coro hechizado: "Luna, dame inspiración por un instante, y siembra mil estrellas en el aire, quiero conquistar su corazón...".
Algunas estudiantes se cubrían la cabeza con carteles que pedían "apoya la próxima huelga en la UNAM", y con paleta de limón en mano, le hicieron segunda a la León cuando interpretó su versión de Vengo a ofrecer mi corazón, de Fito Páez, más rítmica y animada que como se le ha escuchado a Mercedes Sosa: "ƑQuién dijo que todo está perdido?... y uniré las puntas de un mismo lazo, y te daré todo y me darás algo".
Quienes se sentaron frente al escenario, de plano hicieron de cuenta que estaban en una playa escuchando a la sirena hipnótica, desnudaron sus brazos y rostros que empezaban a enrojecer cuando la cantante solicitó "regálame tu amor en primavera, la sombra de tus ojos, tu tierno corazón", y bailó como la mujer feliz que es, mientras el mar-público se balanceaba como oleaje manso.
Una nube delgada alivió unos segundos el castigo de los rayos del sol, el tiempo justo para invocar a Jaime Sabines, convertido en canción y dulzura en la garganta de Eugenia: "Yo no lo sé de cierto, pero supongo que un hombre y una mujer algún día se aman". En silencio quedaron muchos, dejando que sus ojos se empañaran, suspirando para después musitar: "Se van quedando solos, poco a poco", y aplaudir muy fuerte cuando Eugenia concluyó ese recuerdo del poeta recién fallecido.
"En este repertorio cabe todo", explicó la leona para continuar la travesía de Agustín Lara a Alex Lora. Decenas de papalotes revoloteaban frente a Palacio Nacional, confundiéndose con las palomas, mientras la Triste canción convertida en rumba inundaba el corazón de la ciudad. Un par de claveles llegaron a las manos de Eugenia antes de que contara que los cantantes "tenemos una legítima aspiración a la paz, pero no a la de los cementerios. En este país extraño y convulso debe surgir de nuestra rebeldía el cambio. Saquemos lo que nos tiene hasta el copete".
Así dedicó su infaltable interpretación de La Paloma a las trabajadoras del servicio doméstico que celebrarán su día el próximo 30 de marzo. Para cerrar su turno al micrófono, Eugenia regaló a todos el tema con el que obtuvo el primer lugar en el Festival OTI 1985, El Fandango, y dio luz a los poetas con su canción, "para no andar malgastando letras, luz es lo que falta, aclarar la tinta que los mancha".
Se habían completado trece melodías, pero el público le exigió la catorceava: "ya saben que soy una fácil", sonrió antes de aventarse Fallaste corazón, aquello que dice "y tu que te creías el rey de todo el mundo... maldito corazón, me alegro que ahora sufras (šllevan 70 años y nada más ganan!)", bromeó la sirena-leona-mujer feliz para dar paso a su colega argentina.
En el inter, otra voz fue ovacionada: la de Amparo Ochoa, a quien se le extraña cuando las rebeles se unen para cantar; El Barzón, en voz de la desaparecida cantante sinaloense, dejó en justa temperatura el entusiasmo y los termómetros estallaron cuando Mercedes Sosa apareció en el foro.
Los cuellos se estiraron a más no poder, y el arrebato cobró emotividad ante la gran sonrisa que durante sus trece canciones esbozó la tucumana más querida en el Zócalo capitalino. Nuevamente con su gente, quienes esperaron siete años a que su salud mejorara, Mercedes se dejó mimar por los aplausos y agitó su pañuelo blanco.
No importaba estar cantando acerca de los desencuentros y el desamor, todo fue felicidad en ese corazón en llamas en el que se transformó la Plaza de la Constitución, no sólo por el exceso de sol, sino por la dicha encendida de dar Gracias a la vida, lidereados por la voz recia de la argentina: "Y el canto de todos que es mi propio canto".
Como en su pasado recital en el Auditorio Nacional, Mercedes inició con Vientos del alma, su dulce Canción de las simples cosas y el canto bravo Déjame que me vaya. Si entonces fue la amiga que llega de viaje para compartir las aflicciones y encantos que se van cosechando en la vida, en el Zócalo fue la compañera que alivió, con su felicidad hasta al más "azotado".
Bastó recibir un poquito de aire fresco en el rostro para sentir que venía de los pulmones de la camarada que contaba un secreto: "El tiempo pasa, nos vamos volviendo viejos, el amor ya no lo reflejo como ayer". O agradecía: "Cantando al sol como la cigarra, después de un año bajo la tierra". O enarbolaba: "Si no creyera en la locura... Ƒqué cosa fuera?".
Como acostumbra, dedico el tema Todo cambia al pueblo chileno para recordar que "nunca se debe degollar maestros y largar obreros al exilio. Nunca hablo de esto en el escenario, pero los artistas no matamos a nadie, lo único que hacemos es cantar".
Un Barney y un Winnie Pooh se paseaban por la explanada, tomándose fotos con los más chiquitos, mientras Ojos azules, María, María y Sobreviviendo en voz de Mercedes Sosa hacían eco en cada rincón de los edificios circundantes. A punto de irse al aeropuerto, la intérprete llamó al foro a su gran amiga, Eugenia.
La piel ardía y el alma, por la certeza de estar vivos, confirmada por el privilegio de estar escuchando a dos mujeres, dos, acompañadas por centenas de gargantas pedirle a Dios: "que el futuro no me sea indiferente". En el Zócalo, la calle, el sol y dos enormísimas voces fueron de todos.