El lamentable espectáculo que nos han ofrecido el PRI y el PRD con sus respectivas decisiones para designar a sus líderes, muestra que estamos lejos de superar la cultura política antidemocrática que reina en todos los niveles de la sociedad. Desde las bases hasta los dirigentes.
En su sentido más fundamental, las imágenes especulares mutuas de esos partidos provienen de ser ambos producto de la mismas aguas profundas de la sociedad mexicana (no al revés). No son extrañas, por eso, sus notables semejanzas.
Es cierto que, de regreso, los partidos crean y conforman resortes mil de los comportamientos políticos de la sociedad. Pero, en tal sentido, no hay una pedagogía política de esos partidos que haya provocado cambios democráticos en la sociedad. Transformaciones en sentido democrático existen en algunos sectores de la sociedad; pero no parecen suficientes para cambiar al conjunto social. Peor aún, la pedagogía política predominante es de carácter antidemocrático. La posible anulación del proceso electoral en el PRD no bastará como catequesis política; falta, además, ver aún cómo "rebotará" en las bases esa eventual decisión.
En el caso del PRI hay una designación cupular antidemocrática. En el del PRD hay un proceso participativo, pero no es esto lo que puede hacerlo democrático, por cuanto se trata de una participación "dirigida", y con procederes antidemocráticos. Participar para hacer trampas y cometer actos "irregulares", masivos, no es democracia, sino antidemocracia, que simula ser su contrario.
Las mismas prácticas, con las mismas aviesas intenciones, que maquinadas en el PRI son llamadas fraudes, engaños, farsas, o estafas electorales, en el PRD han sido llamadas, por sus propios dirigentes, errores, desorganización, desviaciones, irregularidades y, en el colmo de la concesión, "autocrítica", pero cuidadosamente marginal y plena de rubor, actos indebidos.
Una de las lacras de nuestra política antidemocrática, fuente del deplorable caudillismo que aún nos asuela, es la personificación de la política. De ahí deriva la necia idea de que son determinadas personas las que hacen o pueden hacer mejor a un partido que a otro. Ahora debiera quedar claro que un extenso número de perredistas puede realizar las mismas prácticas ya conocidas en priístas.
El argumento perredista de que no se vale generalizar, descalificando al conjunto del proceso, lleva razón, sólo que ese es el caso de todos los procesos electorales: una parte de ellos es "irregular", y son las reglas y las instancias de legitimación las que valoran el alcance de las "irregularidades" y deciden si es causal eficiente para calificar de "irregular" al proceso mismo y para anularlo.
En el PRD la democracia es tan extremadamente frágil como para haber sido necesario el discurso según el cual los tres jefes se abstendrían de poner su peso específico en el proceso. Como si no fuera suficiente, al menos el jefe mayor sí lo puso, de modos diversos, por ejemplo distribuyendo a "su" gente en distintas planillas, buscando acaso una composición determinada de su órgano colegiado principal.
La designación en el PRI ratificó una vez más su imposibilidad de ser un partido político propiamente dicho. Su naturaleza de maquinaria electoral al servicio de una heterogénea coalición de grupos políticos, gobernante por setenta años, sigue definiéndolo en esencia. En el contexto de la fugaz escaramuza por la presidencia de ese partido, José Antonio González Fernández pidió el pasado viernes a los priístas "trabajar, hacer a un lado las excusas y concentrarse en el objetivo fundamental: ganar con claridad en el año 2000". Clarísimo.
La trayectoria primordial del PRD lo identifica con el pragmatismo político. Ganar espacios políticos de poder a como dé lugar: oponiéndose por sistema a las propuestas y decisiones del gobierno y ganando elecciones con políticos priístas, perdidosos al interior del PRI. El PRD no ha superado su origen: una maquinaria electoral al servicio de una heterogénea coalición de grupos políticos, con un solo candidato en busca del poder presidencial.