n A cuatro años de su muerte, la cantante aún es negocio de los Quintanilla
Continúa la industria Selena en EU
Rafael Molina, especial para La Jornada n Selena Quintanilla sigue siendo el mito mexicano-estadunidense más inmediato, el símbolo de identidad donde se funden la admiración profesada por miles de seguidores, y la fabricación mercadotécnica en la que mucho tiene que ver su propio padre, Abraham Quintanilla.
La imagen de la reina de la música tejana ųque no del tex mex, como la bautizaron absurdamente en México- ha sido resultado de la popularidad y la fiel entrega de sus admiradores, de la devoción y la industria, de la heroicidad y el negocio.
A cuatro años luctuosos que la masificaron como mártir, más que como figura artística ųpor obra y gracia de Yolanda Saldívarų, su mercantilización favorece saldos inusitados. Nueve títulos publicados en Estados Unidos, en inglés y en ediciones bilingües ųalgunos presumiblemente biográficosų, aunque ninguno ha profundizado en el universo de su música, sus géneros, rítmicos, su evolución vocal.
En este catálogo periodístico-literario hay mayoritariamente lecturas fenoménicas de la vida de Selena, pero también hay retratos dibujados con seriedad y profesionalismo.
A la cadena de la industria Selena se suman los perfumes, las boutiques, los compactos, las muñecas estilo Barbie, la tarjeta bancaria de su tercer aniversario, entre tantos productos distribuidos.
Evidentemente, en la mitologización de la cantante mexicano-texana se inscribe la película biográfica de Gregory Nava, Selena, llevada con seriedad y el interés de un cineasta comprometido, que anteriormente había realizado El norte y Mi familia.
Inevitablemente, la cinta también se sumó al mundo rentable de las ganancias, con la distribución del videocassette, pero también significó un gran avance si se le mira en el contexto de los cineastas chicanos en Hollywood, que prácticamente son casos excepcionales. La tarea de los directores mexicano-estadunidenses ha sido, desde que surgieron los primeros cineastas, documentar y recrear sus propias historias, sus propias imágenes y sus propios mitos.
La bamba y Selena son, en este sentido, un trabajo de recuperación fílmica de dos personajes esenciales en la historia musical chicana. Si en la zona de California con marcadas inclinaciones rocanroleras, el ascenso de músicos de origen mexicano ha sido difícil, y más aún, para todos los cantantes e instrumentistas mexicano-estadunidenses la entrada al mercado masivo ha sido imposible, el caso de vocalistas femeninas es prácticamente inexistente. Aquí radica a nuestro parecer la enorme importancia del virtuosismo de Selena, que pudo imponerse por encima del sexismo, el racismo, y las fronteras lingüísticas.
En español y con una incipiente carrera cantando en inglés muy promisoria, de no haber sido por su asesinato, exploró todas las gamas de su cultura bilingüe. Tecno-cumbia, canción ranchera, pop, y todas las rítmicas amalgamadas de géneros populares. Además de haber ingresado a niveles que sólo Vikki Carr había logrado, se petrificó en la constelación heroica lograda por Freddy Fender, Sam the Sham (el de Woolly Bully), Trini López, Ritchie Valens, Flaco Jiménez.
En este cuarto año de su muerte, aparecen dos novedades más en torno a Selena: el museo recién inaugurado por su familia en Corpus Christi, donde se exhiben su preferido Porche rojo, y el vestido que usó en el último concierto masivo de Astrodome, en Houston. A la conmemoración luctuosa, hay que añadir un nuevo álbum antológico: All my hit's, todos mis éxitos muestrario de la versatilidad vocal que se explaya en inglés y en español, con natural elocuencia. Catálogo contundente del dominio rítmico muy disímbolo que fortalece la historia de un mito femenino irrepetible.