La crisis al interior del PRD en verdad es dolorosa y seria. La salida, en cambio, puede ser un alumbramiento que mitigue y aun recompense las penas. Todo dependerá de la valentía como se enfrenten los errores, las deficiencias y los delitos cometidos por muchos de sus cuadros. Las herencias de la izquierda facciosa y clandestina, combinadas con la escoria de la cultura electoral dominante por larguísimos años del más enquistado priísmo, dieron como resultado una elección defectuosa que exige ser limpiada hasta en sus últimos rincones.
El PRD es, hasta ahora, el único partido que se arriesga por los escabrosos senderos de la consulta directa a la base militante. Enhorabuena por tan rigurosas exigencias. Pero ella misma solicita reciprocidad en actitudes, cuidados y respetos por los participantes y organizadores para que produzca la legitimidad buscada. Los descuidos en que los dirigentes perredistas incurrieron son ahora notables. Empezando por su capacidad efectiva para llevar a cabo un proceso, a nivel nacional, que incluyera activos dispositivos de vigilancia, aunque éstos fueran mínimos.
Los costos de una inversión menor o tardía en los aparatos de logística y cómputo son simplemente excesivos. La buena voluntad de los contendientes tiene límites estrechos ante las pasiones y las ambiciones que el poder desata. El PRD ya no es la incipiente formación que pedía mayores sacrificios que las posteriores recompensas que se otorgaban a sus dirigentes. Es ya todo un partido en la disputa política verdadera y los intereses que ella involucra aumentan hasta convertirse en un polo de atracción formidable. Nadie queda inmune a sus encantos, y se requieren salvaguardas y códigos estrictos para domeñarlos.
El daño a la confianza pública y a la participación de los electores ya fue hecho y hay urgencia de repararlo. El organismo responsable de calificar la votación dio un veredicto incontestable con 28 por ciento de las casillas factibles de ser anuladas. Ello conduce al siguiente paso: la nulidad del proceso completo, que tendría que ser declarada por los responsables de hacerlo y de acuerdo con la norma que rige al PRD. Los reparos de los contendientes para negar validez a sus propios mecanismos son difíciles de aceptar por una ciudadanía que no está dispuesta a tolerancias de tal magnitud, sobre todo cuando tantas veces se ha pedido que no la haya para con los demás.
Anular un proceso completo es una decisión extrema, es cierto. Los cientos de miles de simpatizantes del PRD que acudieron a la cita no se lo merecen. Pero menos aún deben ser tratados como espectadores de un sainete que implique arreglos cupulares y perdones masivos. Los culpables tienen que pagar, pronto y con estricto apego a la legalidad vigente.
Es, hasta cierto punto, entendible la actitud de algunos de los contendientes por querer salvar lo que resta del naufragio. Sus prestigios y posiciones están en entredicho. Las penalidades no pueden ser constreñidas a militantes de medio o bajo rango para usarlos como cuerpos expiatorios.
Es muy probable que, de proceder la anulación, ninguno de los aspirantes pueda presentarse de nueva cuenta a disputar la presidencia del partido, pues son parte del problema que se intenta arreglar. Unos, porque sus desbocados simpatizantes los rasparon en demasía; otros, porque en la refriega no alcanzaron siquiera mínimos porcentajes aceptables de votos, aun descontando las tropelías; algunos, por sus frívolas y dañinas invectivas contra su oponentes o contra el mismo proceso, y el resto porque, al parecer, nadie quedó a salvo de imputaciones dolosas.
Ahora pueden sentir los perredistas en carne propia lo que implica la anulación de un proceso electivo que tantas veces han solicitado y peleado, muchas de las veces con justa causal. Pero es quizá la figura de Cárdenas la que salga con mayores fisuras de ese numerito. Y lo más seguro es que sea para bien del crecimiento del partido y sobre todo de muchos de los militantes que no aceptan la soledad que conlleva la independencia y la madurez.
Por una lado, ya no es Cárdenas, ni puede pedírsele que vuelva a intentar portarse como árbitro de disputas o garante de la legalidad interna. Eso debe encargársele a un aparato bien establecido y formado con personas de intachable conducta y sobre todo probada eficiencia. Pero tampoco puede seguirse requiriendo de su apoyo para asegurar mayores márgenes de ventaja, recursos adicionales o legitimidades que sólo aseguran los votos.
Cárdenas no fue un actor ajeno a todo el ajetreo. Aceptó participar, al menos a través de sus más cercanos colaboradores e incondicionales, en varias de las planillas con posibilidades de triunfo. Le toca ya el turno de la distancia y la concentración en las incompletas tareas de su gobierno, sobre todo con miras al 2000, año en que tantas de sus ambiciones y de otros perredistas están puestas.