Ante la gran complejidad de la problemática de la economía mundial, se debaten dos grandes posturas de teoría y política económicas. Los progresistas, que señalan que las reformas neoliberales emprendidas desde hace dos décadas han llevado a todas las economías nacionales a una situación de vulnerabilidad extrema. Por su parte, los conservadores (también llamados neoliberales) replican que la mala conducción de los gobiernos, al no respetar las leyes básicas de la economía, son los culpables de las turbulencias y de las crisis recurrentes.
Lo cierto es que los problemas actuales son muchos y muy complejos, y poca es la claridad, así como los consensos teóricos que tenemos para enfrentarlos con eficiencia. Si los partidarios de ambos enfoques fueran un poco más modestos, aceptarían que los problemas que durante muchos años se creían resueltos ųo por lo menos bajo controlų han reaparecido de una manera semejante a cuando una bacteria se vuelve resistente a los antibióticos tradicionales.
Desde los años sesenta, el influyente economista canadiense Robert Mundell señaló ųcon voz de profetaų que las economías enfrentarían graves problemas derivados de la forma en que se estaban definiendo los objetivos de política económica a seguir y por la estructura sobre la que se estaba edificando la economía mundial. Este último aspecto, en específico, estaba configurando un terrible trilema ya que por un lado, los países quisieran mantener una política monetaria independiente, para ubicar y mover con la mayor libertad posible sus tasas de interés en niveles adecuados con sus objetivos de producción y empleo. Asimismo, siempre han deseado tener una política cambiaria independiente que les dé al mismo tiempo competitividad internacional y estabilidad y certidumbre internas. Por último, ante la abundancia de capitales en los países desarrollados y escasez en los atrasados, siempre se ha deseado gozar de plena libertad de movimiento de capitales para hacer coincidir las necesidades de financiamiento y de colocación de los capitales internacionales.
Si a estos tres objetivos de política económica ųde suyo, difíciles de cumplirų les añadimos el de mantener tasas estables y muy bajas de inflación, el contexto se complica demasiado.
Lo que Krugman ha llamado la Ley de Hierro de las finanzas internacionales indica que, en el contexto de globalización actual, los países no pueden obtener todos estos objetivos a la vez. Veamos, un país que presenta desempleo y desea bajar sus tasas de interés para incrementar su inversión y consumo internos, y al mismo tiempo quiere mantener un tipo de cambio nominal fijo, rápidamente enfrentará una crisis de balanza de pagos debido a que sufrirá de fuga de capitales y ataques especulativos, aún cuando no haya aumentado su gasto público ni alterado otros precios clave. La consecuencia de este suceso será la vuelta a los niveles iniciales de tasas de interés reales, pero después de haber devaluado y perdido reservas internacionales y, seguramente, de haber sufrido un programa de ajuste que le afectará en adelante.
Esta es la razón por la cual desde hace 20 años los economistas que han entendido este trilema, se han inclinado por la adopción de uno de los siguientes regímenes cambiarios: a) flotante, o b) fijo, pero no basado en la fortaleza aislada de los gobiernos, sino la que se deriva de la integración de corredores monetarios.
Sin embargo, en cualquiera de los dos casos, la política monetaria pierde efectividad, por lo que sigue aplicando la mencionada Ley de Hierro.
Los planteamientos técnicos serios deberán reconocer este trilema y, a partir de allí, proponer medidas consistentes de política económica que permitan ampliar los grados de libertad y, por tanto, los riesgos asociados a las tendencias vertiginosas de la integración.