Jordi Soler
Bombardear al cielo

Hace unos días en Belgrado, en la Plaza de la República, varias bandas de rock organizaron un concierto contra la guerra. En la zona del público asistente, que según la nota del diario El País era una ''multitud de jóvenes, pero también de ancianos", podían leerse pancartas con mensajes como: ''OTAN no asesines a un pueblo inocente" u ''OTAN go home" o éste más clarito: ''Fuck you USA".

Banderas yugoslavas y alguna que otra griega ondeaban entre las pancartas y entre éstas circulaban los asistentes con camisetas que traían dibujado en el pecho un blanco (no un yugoslavo rubio, sino una de estas series de círculos concéntricos que sirven para disparar sobre ellos con armas de fuego, flechas, dardos o misiles). Lo de las camisetas era una protesta entre lo valiente y lo tétrico, considerando que el concierto se desarollaba debajo de un bombardeo.

Encima de estas tres manifestaciones, las banderas, las pancartas y las camisetas, volaba esa manifestación por excelencia que son los gritos; consignemos aquí uno solo, que cuenta con la particularidad de haber sido traducido de su lengua original, en la que fue gritado, al madrileño, ese derivado elástico del castellano: ''Clinton, nos puedes fumar la polla", que en términos menos elásticos quiere decir que Clinton, con toda libertad, podía hacerle a los asistentes eso mismo que Monica Lewinsky le había hecho a él, en el salón oval.

El concierto, de manera oficial, buscaba recoger un gran número de firmas de quejosos contra la OTAN para luego ir a presentar la lista al tribunal de La Haya. Pero de manera real, estaba concentrando la energía de la música y su público en una plaza, que desde la primera canción se había metamorfoseado en la más efectiva de las baterías antiaéreas: la plaza bombardeaba el cielo por donde cruzaban los aviones que pretendían bombardearlos.

Al final la música ganó esa batalla y hay una prueba contundente que lo demuestra: ningún avión hizo blanco en los blancos de las camisetas. Aprovechando la enseñanza de la Plaza de la República no estaría de más proponer un procedimiento para aliviar el desasosiego de los seres que en esta época, donde una multitud remoja sus vacaciones en el mar, tiene que quedarse en una ciudad sin mar. Primero hay que localizar el sitio adecuado, ese donde va a concentrarse la energía, por ejemplo la azotea de cada quien. Hay que montar ahí un teatro playero: una toalla; una hielera con cervezas; una grabadora con casetes selectos, porque los discos compactos pueden arruinarse con los dedos que a cierta altura del asoleo estarán llenos de crema bronceadora, que es por cierto otro de los requisitos; una revista para hojear; una bolsa de cacahuates, de preferencia japoneses, porque manchan menos y son más manejables.

Si se quiere compartir la experiencia es preferible convocar a un viejo amor, que siempre comprenderá más el inevitable toque guarro de estar tirados y semidesnudos en la azotea, en lugar del amor en turno, que con el derecho que le otorga la vigencia, estará quejándose todo el tiempo de que sus amigas están, sin ella, en Puerto Escondido. Una vez instalados, con el asunto de que la playa es nuestra toalla bien digerido, hay que acudir al poema Como en la orilla del mar, de Paul Válery, y extraerle sin tardanza las siguientes líneas: ''Permanecer siendo mar y nunca perder la potencia del movimiento. Más que solitario a orillas del mar, yo me entrego como una ola, en la transmutación monótona del agua en el agua, y del yo en el yo".

Estas líneas deben aplicarse en el momento cumbre de la experiencia, aprovechando la enseñanza de la plaza en Belgrado que fue batería antiaérea. Basta con bombardear al cielo con las líneas de Válery, y el mar, en cualquiera de sus manifestaciones nos caerá, tarde o temprano, encima.

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