La pregunta obligada después del receso de la Semana Mayor es si quedó algo útil después de las batallas internas del PRI y el PRD. Si de sus respectivos simulacros de democracia doméstica puede extraerse una enseñanza o, mejor, una esperanza.
Los formatos elegidos por ambos partidos no fueron novedosos ni innovadores. Debajo, pero muy cerca de la superficie, estaban los viejos usos y las pésimas costumbres que entre los dos han convertido en inercia pesada, hasta el grado de que muchos apresurados la han empezado a llamar "cultura", del autoritarismo, del corporativismo, del cacicazgo, lo que se quiera y sea, o pueda ser.
El PRD, es cierto, repetía un método electoral que en el pasado no le había traído mayores problemas. Confiado en una ciudadanía un tanto abstracta, poblada de transeúntes dominicales, el partido de Cárdenas abría sus urnas a quien quisiese usarlas por una vez y mediante ello podía luego despejar el conflicto interno y proclamarse el más demócrata entre los demócratas. Según sus pretensiones, innovaba a la vez que exponía el verticalismo de los demás, en especial el de su rival histórico, el PRI del que emanaron sus principales dirigentes.
Para el PRI todo ha sido sorpresa y, más que eso, perplejidad. Sin haberse despojado nunca del reflejo ancestral del presidencialismo arbitral, autoridad inapelable de última instancia, los priístas se aprestaban sin embargo a renovar sus formas, a arriesgar preferencias en público y, de poderse, a elegir dirigentes y candidatos. La "sana distancia" tenía que traer, a fin de cuentas, sus frutos en alguna autonomía, un margen de maniobra, una transparencia después de tanta opacidad y tanto descalabro, de tanto desprestigio y pérdida absoluta de credibilidad.
No hubo, en ningún caso, ni innovación ejemplar ni recuperación de un pasado que nunca ocurrió. Las reglas sugeridas parecen volverse rieles sin espuela, y en el PRI se entonan los himnos de siempre: la cargada, señor licenciado, todavía tiene vida; es lo mejor de la democracia, añadiría el cuentero de siempre.
En el PRD, la forma se volvió fondo oscuro que impidió a los contendientes y a los que en verdad mandan ver lo que pasaba e iba pasar, y el carnaval tardío se volvió aquelarre: lo que servía de arma para denunciar al otro se volvió piedra contra el adversario ocasional, compañero permanente, y todo fue a partir de entonces espectáculo bochornoso, hasta acabar con los contendientes unidos en contra de lo que mandaba y manda el sentido común y el beneficio general de su partido: unidos hasta el último minuto para negar la anulación de un proceso inaceptable, para pedir el defenestramiento de quien había sido, hasta entonces, su campeón de la estadística "democrática".
Encapsulados han quedado así, dos de nuestros tres grandes partidos nacionales. El PAN, luego de unas elecciones internas que podrían ser ejemplo para sus congéneres, cae en la trampa de la política como casino y en vez de asumir su responsabilidad como coautor del proyecto, pide triunfos adicionales a cambio de su voto sobre el Instituto Bancario de Protección al Ahorro. No hay aquí madurez política ni astucia parlamentaria, sólo juego parroquial y avidez provinciana, nada de visión nacional ni ambición de mando estatal.
Su máximo exponente presidencial, el gobernador Fox, sigue por el mundo anunciando su buena nueva, que es su inminente arribo a Los Pinos. Como arma principal de su cruzada, Fox da fuerza mayor al más aguerrido combate contra el lenguaje que haya conocido esta política, tan asediada y golpeada por el no lenguaje del verbo oficial.
Los métodos difieren pero en cada coyuntura desembocan en un mensaje único y abrumador: los partidos no pueden hoy, por ellos mismos, darle a esta transición interminable la última vuelta de tuerca que requiere. Con premura, los cínicos de siempre apuestan a lo conocido y más de una voz se levanta para reiterar la "decadencia" de los partidos. No es así, ni es un camino que pueda llevar a México a ningún lado.
El gran reto no es la reconstrucción de lo que tanto ha costado construir, los partidos, la democracia electoral, el gusto por la competencia, sino mantener en movimiento a una ciudadanía que tanto alentó en 1994 y 1997 y que hoy se vuelve enigma gris, caja negra de la cual puede provenir lo que sea el año entrante. Es aquí donde puede volver por sus fueros el compromiso democrático de gobierno, aspirantes, prensa y partidos.
Calvario largo, éste de la construcción democrática mexicana. Lo malo que en estas cosas no hay resurrección ni como misterio.