Con la ponencia ``La escritura de la soledad'', del escritor uruguayo Carlos Liscano, concluyó el Encuentro México-Río de la Plata dedicado a la narrativa rioplatense, efectuado del 17 al 19 del pasado marzo en El Colegio de México, organizado por varias instituciones; el mismo colegio (Rose Corral, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios), la Universidad de Buenos Aires (Ana María Zubieta) y la Universidad de California en Davis (Hugo J. Verani). Liscano leyó un texto sobrio y severo sobre su experiencia carcelaria en el penal Libertad -oxímoron siniestro- durante la dictadura militar en Uruguay. Sabemos bien que los países del Cono Sur, Argentina, Uruguay y Chile, estuvieron gobernados a partir de los años setenta por dictaduras militares y que esos países sufrieron obviamente una violenta transformación a raíz de esos acontecimientos cuyo saldo podría resumirse con una palabra, la desaparición, y con una figura, la de los desaparecidos, acto negativo que borra de repente cualquier huella, algo que parecía imposible de repetirse después de Auschwitz.
En efecto, al terminar la Segunda Guerra Mundial los escritores europeos se habían hecho una pregunta esencial: ¿cómo escribir después de los campos de concentración?, o más precisamente, ¿cómo escribir después de Auschwitz? Elijo, no para contestar esa pregunta sino para ilustrarla, a manera de parábola o quizá hasta de metáfora, la obra de un escritor singular, Georges Perec, nacido en París en 1936 de padres judío-polacos emigrados a Francia. El padre Icek Judko Perec, soldado del ejército francés, murió en 1940 a consecuencias de una herida en el vientre cuando combatía a los alemanes; la madre, Cyrla Perec, desapareció en 1942 y falleció en Auschwitz; tres de los abuelos de Perec murieron en deportación. Durante la guerra el niño es rescatado por la Cruz Roja y enviado a un internado en un pueblo pequeño y en 1945 fue adoptado por una hermana de su padre y educado en París.
Desde 1955, Perec elige precisamente la profesión de escritor, es decir, la escritura como posibilidad de sobrevivencia. Su escritura tendrá que reflexionar de una manera u otra sobre ese horror, el de la deportación y la desaparición, de las que Auschwitz es el paradigma. Su decisión fue asumida de manera distinta a la de otros escritores que sufrieron la experiencia directa de los campos, por ejemplo, Primo Levi, Tadeusz Borowski o Paul Celan, los tres suicidas. En 1975 publicó W o el recuerdo de infancia, libro en el que dirá cómo gracias a los signos, a las letras, a la lectura, aunque no pueda darle sentido a esas desapariciones, por lo menos puede verbalizarlas, utilizar las palabras para intentar nombrar lo inombrable. Y esa imposibilidad, la de nombrar el vacío se redime de manera oblicua, mediante un relato seco y distante que narra algunos acontecimientos, un poco a la manera en que yo los he inscrito en esta página, enumerando casi burocráticamente los hechos. El relato se desdobla y se traviste por un lado de novela de aventuras, a la Julio Verne trufado del Raymond Roussel de Impresiones de Africa, y por el otro construye una sociedad utópica bajo el signo del deporte, cuya ``ley -dice Perec- es implacable, pero también imprevisible''.
``El mundo de la competencia deportiva, tanto en W como en nuestros países, dice C. Burgelin en su libro sobre el escritor que comento, instituye un universo de lucha que por sus mismas leyes fabrica mecánicamente víctimas y verdugos''.
Esa parábola del universo nazi había sido precedida por La desaparición, novela publicada en 1969, otro de sus esfuerzos para nombrar ese vacío inexplicable. Tiene 320 páginas y constituye una verdadera proeza lingüística pues en ella nunca aparece la letra ``e''. Esa prohibición exilia del lenguaje palabras indispensables y los territorios de lo femenino se han erradicado totalmente: en la lengua francesa la vocal ``e'' es fundamental para nombrar lo femenino; sobra decir que de la lengua madre ha desaparecido nada menos que la madre. En 1972 busca remediar esa desaparición alfabética con la novela Les revenentes (Los fantasmas, que también significa ``los que regresan''); el título mismo del libro se ha escrito de manera incorrecta y con ello se subraya que sólo la letra ``e'' se utilizará en el cuerpo del libro: la madre ha reaparecido o regresado violentando el lenguaje y hasta la ortografía. ``La lengua es fascista'' -decía Barthes-. Perec la tortura, la deslegaliza, juega con ella. ¿Será lícito jugar con las palabras y convertir la angustia en risa?
Vuelvo a Carlos Liscano, el verdadero objeto de este texto. En la cárcel perdió muchos años de su vida, exactamente 13, encaneció su pelo y cambió su profesión: de profesor de matemáticas se convirtió en escritor. Pero pensándolo bien, el texto tiene una precisión matemática en su distancia, en esa distancia necesaria que permite con justeza nombrar lo indecible, lo inexplicable, ese intento por doblegar o privar de su humanidad a las víctimas de los regímenes totalitarios, una violencia en la que el prisionero no sólo es despojado de su cuerpo sino también y fundamentalmente de sus palabras. Y es aquí donde se libra la pelea más encarnizada, el campo de batalla esencial donde la víctima se esfuerza por conservar el lenguaje, y por ello mismo aprende a economizarlo, a no desperdiciarlo, es decir, aprende a valorarlo, a entender de raíz el proceso mismo que hace posible la escritura. ¿Qué sería Rulfo si hubiese prodigado sus palabras? Al salir de la cárcel, Liscano se asombra de la futilidad de las conversaciones, de los juegos inútiles de lenguaje, de la producción de palabra chatarra y empieza a emitir otro tipo de palabras, las palabras medidas, palabras necesarias, ésas que en el acto concreto de producirse dan cuenta de algo ``abruptamente vital'', la marca indeleble de una resistencia empecinada por conservar la vida que sólo se recobra cuando se encuentra la palabra exacta.
Por eso cuando vi en Estados Unidos la penúltima película de Woody Allen, me pareció insoportable esa hemorragia ¿diarrea? verbal, la proliferación inútil, histérica, de las palabras. ¿Qué pasa en un país donde los seres gesticulan y hablan en voz alta en el Metro, en los autobuses, en la calle? ¿En un país donde la noche es atrevesada por gritos inhumanos? ¿Qué pasa en esa sociedad en la que todo es objeto de consumo y en la que por lo mismo todo es desechable, hasta las palabras? ¿Será ese el sentido de esa cinta que en inglés se llamó Deconstruyendo a Harry, en parodia evidente de esa moda deconstructivista que sigue imperando en la academia estadunidense?
En cambio, la escritura de Liscano responde -sin responder- al escándalo de la desaparición del verbo, o a su excesiva proliferación, un escándalo que estuvo a punto de privarlo no sólo de su cuerpo sino también de su palabra.