Olga Harmony
Los egoístas

Permítame el lector que comience este artículo con una reflexión, que sin duda compartirá. Viviendo como todos en estos duros tiempos, tras leer las muy poco agradables noticias en este diario y teniendo frente a mí la maravillosa fotografía que le valió a Pedro Valtierra el premio Rey de España, me pregunto si el teatro que veo últimamente me -nos- concierne de verdad. Pero después pienso que los tiempos posrevolucionarios sí nos significan, aunque algo como Nahui Olin, el espectáculo que se quiere multimedia dramatizado y dirigido por José Luis Cruz para cumplir el vanidosísimo capricho de Ariane Pellicer de encarnar a la belleza legendaria -de la que está, por desgracia, a años luz de parecerse- y me respondo que lo primero que debe concernirnos de una escenificación es que sea teatro y que así he de verlo. Ni los nombres prestigiosos como el del artista plástico Gilberto Aceves Navarro o del músico Jorge Reyes, ni la presencia de un buen actor como es José Carlos Rodríguez pueden evitar que el mito devenga kitsch o que los muy declamados parlamentos -tomados de escritos de Olin y del Dr. Atl- puedan siquiera interesarnos.

Hemos, pues, de ver el teatro con ojos de teatro aunque los personajes que se nos ofrecen y su historia no lleguen a conmovernos. Sería el caso de Primer amor, el relato de Samuel Beckett dramatizado por José Sanchis Sinisterra en forma de un monólogo que juega a ser teatro dentro del teatro. La historia de soledad y egoísmo misógino que nos narra el repulsivo viejo encarnado por Emoé de la Parra rompe la cuarta pared y se dirige directamente al espectador. No sólo eso, sino que se da una especie de distanciamiento brechtiano mediante el recurso de que la actriz se inmovilice y aparezca un letrero luminoso que indica que, si se quiere que siga actuando se tire de uno de los cordones tendidos en el butaquerío (recurso que, por repetitivo pierde su eficacia). Acorde con ello, las marcaciones que Antonio Algarra le impone a Emoé de la Parra son muy notorias, con lo que la disciplinada y buena actriz semeja un pelele y deje de importar lo trasvetido de la propuesta. Poco entiendo la necesidad de estos distanciamientos -que en Brecht servían para obligar a razonar evitando la catarsis- con un personaje que nos impide toda identificación.

A mayor confusión me obliga el montaje de Alicia en la cama. Con toda justicia se tiene a Susan Sontang por uno de los espíritus más lúcidos de nuestro tiempo, progresista abanderada de muchas causas justas, pero el sentido de ésta, su primera obra de teatro, no puede ser meramente constatar el poder de la imaginación. Sontang elige como su protagonista a Alice James, hermana del notable novelista Henry y de William el precursor de Freud con su teoría de la corriente de la conciencia. Como estos hermanos suyos (los otros dos no pasaron a la historia) Alice es inteligente y talentosa, pero a diferencia de ellos -aunque su padre le dio la misma educación que a los varones- no es creativa y su ``neurastenia'' la lleva a guardar cama de por vida, entre febriles delirios y una fobia indescriptible hacia el exterior.

He de confesar que desconozco el ensayo de la autora que trata de La enfermedad como metáfora y quizá por ello se me escape el significado último de su propuesta dramática, pero Alice resulta un personaje poco simpático, una de esas enfermas de cuyo egoísta modo de vivir no son culpables, pero que tampoco son seres productivos. En un momento dado, pareciera que el ladrón pueda repetir el acre final de la novela El amante del volcán, tras de que nos ha conmovido el amor de un Nelson mutilado y una Lady Hamilton gorda y alcohólica; entonces, la revolucionaria Eleonora Pimentel describe a los personajes como parásitos y nulidades que no ven los sufrimientos del pueblo. Tal podría ser la postura del ladronzuelo ante el mullido mundo de Alice, pero esto se pierde porque la directora lo hace aparecer desnudo y con acciones que se contaminan con otro personaje, con lo que aparece como un delirio más de la enferma.

Es evidente que la lectura de Juliana Faesler privilegia la idea del alma encerrada en el cuerpo y del rescate por la imaginación. Desdeña las acotaciones de la autora (que serán dichas, empero por uno de los marineros mientras el otro sirve como ``hombre negro'') y diseña una escenografía en forma de tiovivo, en la que la cama de Emily (una excelente Clarissa Malheiros) sustituye todos los escenarios pedidos, con lo que el delirio central, esa especie de té del sombrerero en que se conjuran los espíritus de las reales Margaret Fuller y Emily Dickinson y de las legendarias Myrta y Kundry -sustituidos por antifaces y títeres- se pierde en una escenificación muy cuidada -que incluye música original de Liliana Felipe-, pero que al ser encarada toda como un delirio enfermizo pierde muchos de los significados del texto.