El debate que ha suscitado la aprobación por parte del Consejo Universitario del incremento a las cuotas de inscripción en la UNAM, ha traído como consecuencia indirecta el cuestionamiento, en los hechos, de uno de los pilares de la vida universitaria en México: la autonomía.
Resulta sorpresivo que muchas voces de la izquierda mexicana que en años anteriores se desgarraban las vestiduras ante cualquier intervención extrauniversitaria, particularmente gubernamental, en los asuntos de nuestra casa de estudios, llegando incluso a considerar los campos universitarios en una suerte de extraterritorialidad, hoy pidan desde instancias semejantes y otras ajenas a la UNAM, que ésta se ajuste a su perspectiva ideológica.
Recordar en estos momentos el proceso que dio lugar a la autonomía universitaria resulta fundamental; aparte de los debates de orden legal o de justicia social que ahora se entablan, la historia tiene importantes lecciones que darnos a este respecto.
Existen dos versiones sobre el origen de la autonomía universitaria: una heroica que la ve como resultado de una propuesta básicamente estudiantil y que la reivindica como uno de sus logros, y otra menos glamorosa, pero posiblemente más realista, que atribuye al presidente Portes Gil la decisión de otorgarla como una manera de evitarle al gobierno tener que inmiscuirse en los problemas de una institución de suyo conflictiva. Ambas versiones no son necesariamente excluyentes entre sí y de seguro contienen partes importantes de verdad.
Después de esta decisión, la Universidad fue dotada de un fondo mínimo, con el implícito deseo del gobierno de limitarla mediante la restricción presupuestal. Refugio en ese momento del pensamiento crítico conservador, aunque lúcido, la UNAM era vista por algunos sectores como enemiga de la Revolución mexicana. Fue la época en que grupos de derecha encontraron espacios para sí en la Universidad.
Pero a partir de la década de los sesenta el signo político de quienes se refugiaban en la Universidad y encontraban en ella terreno propicio para la crítica se identificaba con la izquierda.
Este es un gran valor de la Universidad: ser un espacio del pensamiento crítico, del debate político, en el que tienen cabida todas las corrientes.
Es por ello por lo que gobiernos de distintos signos e ideologías han intentado muchas veces minar las actividades de la Universidad de distintos modos. Negarle los recursos necesarios para su existencia, siempre ha sido una posibilidad a mano.
No contribuir a fortalecer la autonomía universitaria, negándose a aportar aunque sea mínimamente para la salud financiera de la Universidad, es una clara manera de seguirle el juego a sus enemigos, que quisieran que desapareciera esa función crítica que siempre ha ejercido.
El monto de las cuotas que se establece es mínimo frente al gasto total de la Universidad, y más todavía frente a su exigencia de seguirse superando académicamente. Tan mínimo como quizás lo fue el de muchos de los donativos espontáneos que multitud de mexicanos ofrecieron en su tiempo para pagar la deuda contraída por la expropiación petrolera. Más allá de un gesto simbólico, las contribuciones de los estudiantes significarían el reconocimiento del valor que para la sociedad mexicana tiene el contar con un espacio público de enseñanza, investigación, y libre discusión de las ideas como la UNAM, que no sujete su capacidad crítica consustancial a la servi- dumbre de las veleidades de la política.