Hasta los teóricos que en el momento de enfrentar grandes crisis predican la necesidad del acto violento, como Henry A. Kissinger, el aliado de Nixon en la guerra contra Vietnam, hasta estos personajes que frecuentemente se mueven en las zonas más sombrías de los problemas del mundo ponen en duda los mandamientos del presidente Clinton en el caso de la reducida federación de Serbia y Montenegro, en los Balcanes.
Es risible uno de los argumentos más acariciados por el jefe de la Casa Blanca y sus colaboradores. Para justificar el bombardeo indiscriminado, ilógico y devastador que lleva a cabo la OTAN, complejo militar creado para defender intereses occidentales contra la amenaza soviética, se maneja una sobada propaganda. Sin hacer alusión a personajes acusados en el pasado, la Casa Blanca presenta la figura de Slobodan Milosevic como personaje que dejaría corta la maldad de Satanás. Sólo el jefe de la misión estadunidense encargada de los acuerdos de paz, Richard Holbrooke, califica al jefe serbio de evasivo, peligroso y desconfiable, y éste es nada menos el funcionario obligado a establecer entendimientos con los altos representantes de Yugoslavia. En consecuencia, si Milosevic, según la versión clintoniana, está llevando a cabo una hecatombe humana en su batalla contra los albanos de Kosovo, y si esta batalla es en verdad genocida, sería pavoroso para la humanidad que Estados Unidos y sus socios forzados o espontáneos vieran con indiferencia las magnas masacres que militares serbios llevan a cabo en la antigua cuna histórica de Yugoslavia, en nombre de la pureza étnica.
Y una vez que Clinton se repitió y repitió la común filosofía de hágase la voluntad de Dios en las vacas de mi compadre, y exaltando el caos en que la civilización podría caer si no se detiene esa masacre, la solución al problema resulta bien sencilla: poner en marcha una masacre de serbios contra la masacre de albaneses kosovenses, y esto es lo que se contempla desde Belgrado, cuyos habitantes ven llegar la lluvia infernal que les descargan día a día los ejércitos de la OTAN, con las más sofisticadas técnicas de muerte imaginadas por los especialistas. Vuelan los cielos de Serbia aviones B-2, los F-117 o los aplastantes cohetes Tomahawks, así como aparatos del tipo Wartogs A-0, lográndose tanto destrucciones de defensas castrenses cuanto el arrasamiento de casas, edificios civiles y el asesinato indiscriminado de niños, mujeres, hombres y ancianos; ¿acaso la política de Milosevic justifica el crimen que las tropas de la OTAN y sus asesores estadunidenses cometen contra las poblaciones milenarias de Serbia?
Las cosas son más paradójicas de lo que parecen. La agresión intervencionista y militar del poderoso contra los débiles produce el efecto de fortalecer a los débiles y dar mayor solidez a los líderes que el poderoso busca aniquilar. La guerra contra Irak creó en el pueblo una mayor adhesión a Husseim; la brutalidad de Nixon en Vietnam gestó la grandeza popular que permitió al general Giap derrotar a los agresores extranjeros; la matanza en el barrio del Chorrillo, en Panamá, generalizó los sentimientos opuestos al Tío Sam en esa nación ístmica; y en la actualidad los serbios aplauden a Milosevic por considerarlo jefe de la guerra contra el intervencionismo estadunidense. Es muy cierto que las guerras tienen metas precisas al iniciarse, pero nunca se sabe el fin del conflicto. Es muy posible que Clinton esté preparando la chispa que incendie del mismo modo las regiones albanesas, serbias y macedónicas que a naciones muy vinculadas con su historia como Grecia, Austria, Rusia y otros países que perciben la agresión clintoniana como instrumento desestabilizador de intereses que pueden afectar tanto a Europa como al resto del mundo. Mas al margen de estas consideraciones, los hombres de buena voluntad condenamos la teoría clintoniana de combatir el genocidio con el genocidio.