La Jornada Semanal, 11 de abril de 1999
Comparado con Casanova, Da Ponte es un autor de antimemorias. A pesar de sus muchas similitudes y de haber compartido la misma época, su aproximación a la autobiografía no pudo ser más disímbola. La incontenible inventiva del Caballero de Seingalt y su liberador sentido de la confesión, lo lleva a exagerar sus peripecias con un placer equivalente al que sintió al vivirlas. En cambio, el ex abate, ex libretista y ex libertino que alecciona en su clase a 75 honradas señoritas de Nueva York, se coloca bajo una luz prudente, perfuma en exceso sus pañuelos y pule sus modales al grado de reducir todos sus gestos al bostezo. Las Memorias de Lorenzo Da Ponte son un manual de autoelogio donde los fracasos se sufren ``con coraje y resignación'' y los triunfos jamás incurren en ``la ociosa soberbia''. Estamos ante un expediente extraño: un notario corrige la vida de un aventurero. Más extraño aún es que ambos hombres sean el mismo.
Si Casanova seduce en las páginas con tal eficacia que sus tribulaciones merecen ser ciertas, Da Ponte niega al estupendo personaje que fue en vida. Por suerte, la biografía de April FitzLyon retrata de cuerpo entero a un hombre talentoso y ruin ``que jamás cometió el pecado de ser aburrido''.
La reputación de Casanova ya estaba establecida cuando conoció al joven Da Ponte. Es cierto que sus años finales fueron los menos lucidos, pero aún podía ser consultado como un oráculo del descalabro. Esta condición de leyenda viva y el éxito fulgurante de sus Memorias, publicadas después de su muerte, lo convirtieron en una figura insoslayable para Da Ponte, quien lo sobreviviría por 40 años (murió en Nueva York, en 1838, a los 89 años, reconciliado a última hora con la Iglesia).
En sus Memorias, Da Ponte dedica extensos pasajes a Casanova. Sin embargo, de pronto parece temer que la notoriedad de su amigo rivalice con la suya y transcribe a toda prisa algún defecto (``este hombre exasperante siempre quería tener razón'') o atempera su admiración (``aun cuando no me gustasen ni sus principios ni su conducta, amaba y estimaba muchísimo sus consejos'').
En un típico giro mozartiano, Da Ponte se interesa más por el envidiado Casanova que por el propio Mozart. El compositor desaparece tras bambalinas para que los demás se lancen a un duelo de vanidades y malentendidos.
En parte, el libretista justifica sus Memorias como una oportunidad de corregir las de Casanova: ``el amor a la verdad no fue el mérito principal de sus obras''. Las esforzadas descargas eróticas y los disfraces del Caballero de Seingalt, que el lector acepta sin darlos por ciertos, son para Da Ponte una opción de enmienda: con exasperante minucia, comenta los fallidos recuerdos del otro memorialista. Con todo, también entrega estampas que enaltecen al amigo. Una de ellas revela el aprecio de Casanova por la picardía literaria. Mientras caminaba con Da Ponte por una calle de Viena, el viejo libertino descubrió a un hombre que había sido su criado y que huyó después de robarle un anillo. De inmediato, Casanova dio muestras de su famosa furia volcánica; reprendió al antiguo sirviente hasta agotar su repertorio de ultrajes; luego, se fue a tomar un café. Al poco tiempo, el criado se presentó con unas coplas ingeniosas en las que pedía perdón. Entonces fue Casanova quien pidió disculpas y abrazó al ladrón. Gracias a Da Ponte, podemos ver desde otro ángulo a un hombre que valoraba los engaños estéticos, aun a costa suya. Narrada por el propio Casanova, la anécdota habría tenido el aire presuntuoso del ``buen perdedor''.
Para este par de eminentes venecianos la literatura fue un arma riesgosa, una ``daga afortunada'', para usar la expresión de Julieta cuando no encuentra mejor destino que morir por propia mano; el recurso de doble filo con el que derrocharon, y en cierta forma destruyeron, su talento, y con el que saldaron sus deudas terrenas. En Don Giovanni, la ópera en la que acaso trabajaron juntos, la simulación y el castigo son condiciones esenciales de la trama. El seductor escapa a la justicia de los hombres pero no a la del fantasmal Convidado de Piedra, el Comendador que ha sido asesinado por Don Giovanni. Un hilo conductor de la tradición donjuanesca es que el seductor transgrede tanto con su infinito catálogo de mujeres como con sus hechos de sangre. Algo hay de sobrenatural en la afrenta del libertino: pretende ponerse al margen de la represión de los impulsos (que sacia sin reparar en sus daños) y del necesario azar o la voluntad superior que decide el término de nuestras vidas. Por ello, sólo puede ser vencido por un espectro.
En su libreto para Gazzaniga, Bertati situó la muerte del Comendador en la primera escena: el duelo prepara el encuentro posterior entre el asesino y el fantasma de su víctima. Da Ponte conserva esta estructura: su invicto Don Giovanni sólo puede ser vencido desde el más allá. El castigo proviene del país del que en apariencia no hay retorno. Esta brillante ejecución del esquivo libertino garantizó la posteridad de Da Ponte. En cuanto a Casanova, es posible que la ópera le deba algunas palabras y algunos rasgos de carácter. De cualquier forma, su camino de regreso a la atención de los vivos no dependió de ese singular episodio mozartiano, sino de los agravios ejemplares que narró en sus Memorias.