La Jornada Semanal, 11 de abril de 1999
Esta prima mía de la que les hablo, Rosita, nunca había ido a Europa, aunque sí se había echado sus viajecitos a Estados Unidos, ¡cómo de que no! ¡Nomás eso faltaba! Había ido al país del billete verde, como muchos compatriotas, con esa mentalidad que a veces tenemos de fayuqueros apantallados por el poder, la grasa y el plástico de nuestros vecinos del norte, ¡háganme el favor! Como si nomás eso contara: las hamburguesas, la ropa corriente y la tecnología barata.
En cambio, a Europa nunca había ido la pobre, no por falta de lana, como es de suponerse, sino porque no se había presentado la oportunidad.
Pero hace unos meses se fue a vivir a España una de sus mejores amigas y le estuvo insistiendo mucho a Rosita para que la fuera a visitar. Así que en cuanto pudo juntar un dinerito, mi prima tomó su avión, brincó el charco y dio primero un tour por algunas de las grandes capitales europeas, que en realidad son dos, como todos sabemos. Rosita se dedicó a recorrer museos, ver aparadores, comprarse una que otra garrita, y sobre todo a comer. Yo no sé por qué en los viajes se abre tanto el apetito: aunque no salga uno del país, siempre que viaja regresa con varios kilos de más: la Venganza de la Cochinita Pibil: cuando llegas y te pesas. ¡En ese momento te las cobra todas! Y cuando viajas al extranjero es peor: imposible hacerse de la boca chiquita ante tantos buenos restaurantes, tantos puestos callejeros, que a veces venden cosas deliciosas y otras veces nomás grasientas pero antojables. ¡Y cómo resistirse a la cocina que llaman étnica, o sea la de los países medio jodidos, también riquísima! ¡Ay, no, es cosa de nunca acabar!
Más vuelo se dio Rosita en cuanto llegó al país de la fabada y los callos: ahí sí ya no dejó de comer: mañana, tarde y lonche, como dicen los tapatíos. Una orgía degustativa.
Como la amiga de Rosita ya estaba más aclimatada en Madrid, que es donde vivía, rápidamente la presentó con sus amistades gachupas. Y Rosita, que no es fea ni mucho menos cacariza, no tardó en hacerse novia de un amigo del galán de la amiga: qué enredoso salió. O sea, la amiga de Rosita tenía un amasio, y éste, para evitar un posible mal tercio en los paseos y pachangas, le pidió a un cuate que saliera con ellos, y este cuate empezó a cortejar a Rosita. Bueno, esto de ``cortejar'' tómenlo como un eufemismo: más bien se la quería echar al plato, hablando de comidas, ¿verdad?
Pero Rosita, que algo tiene de provinciana, como todos cuando viajamos a otros países, se sintió un poco incómoda porque el pretendiente luego luego quería que se acostara con él: aunque no es mojigata ni nada que se le parezca, simplemente no tenía ganas de ponerse a cogerÊde buenas a primeras con el cuate, sino que primero quería conocerlo un poco, lo que me parece muy válido, sobre todo a estas alturas del partido en que hay tantas enfermedades y tantas broncas. Otra cosa que la sacó un poco de onda fue que los chicos aquellos a todo le llegaban, no solamente a la paella: alcohol, drogas y sexo: lo que gusten y manden, como en la peor película de perdición. Claro que Rosita se daba sus pasecitos de vez en cuando, para no pasarÊpor fresa, y también porque, la verdad sea dicha, se le ha de haber antojado, pero nunca en aquellas cantidades. Nunca. Al menos es lo que dice.
Entonces, para acabar pronto, lo que hubo fue una especie de choque cultural: ni ella se sintió del todo a gusto con las costumbres de allá, o del medio que le tocó conocer, ¿verdad?, ni a ella la acababan de aceptar: como que algunas de sus actitudes suscitaban la burla o el rechazo de la gente con la que tuvo contacto: dice Rosita que el pretendiente seguido se quejaba con la amiga en común de que no se las quería dar: ``¡Coño, vaya si sois complicadas las mexicanas! ¡Parecéis aldeanas! ¡Cualquiera diría que no habéis salido de la Edad Media!'' Pero como ella sólo se enteró de los comentarios que hacía el cuate cuando ya se iba a regresar, ni siquieraÊtuvo la oportunidad de aclararle que en estas rebozudas latitudes no habíamos tenido Edad Media.
Rosita, sin embargo, no pensaba abandonar la tierra de la zarzuela y el chotís sin antes probar las delicias de los amores extranjeros. O sea que sí se le antojaba almorzarse al españolito, que según ella estaba buenisimérrimo, siempre y cuando fuera en el momento que ella eligiera.
Pero sucedió algo inesperado que echó por tierra los planes de todos, e incluso hizo que el nombre de México quedara por los suelos.
El día que Rosita por fin tomó la decisión de llegarle al hijo aquel de la Madre Patria, quedó de verse con él en un café de la Gran Vía. También iba a estar ahí el novio de la amiga, porque iban a salir los cuatro juntos. Y Rosita y su amiga se fueron antes a comer a un restorán muy de moda por allá. Dice Rosita que, para variar, las hicieron tragar como si fueran pelonas de hospicio recién llegadas a una fiesta de beneficencia: aperitivos, entradas, sopas, alubias, mariscos, carnes, postres, copita para el desempance. Todo riquísimo, así que no pudieron pasar por decentes y dejar un poco de comida en cada plato, sino que se lo acabaron todo. No se sorprendan de lo que les voy a decir: al terminar, Rosita había aumentado dos tallas.
Entonces, para bajar la comida, resolvieron irse caminando al lugar en que iban a encontrarse con sus enamorados, y del cual, por otra parte, no estaban tan lejos.
Cuando ya les faltaba muy poco para llegar, Rosita se empezó a sentir de la patada. Dice que le vino una especie de angustia inexplicable, una sensación como de extrañamiento, una inquietud muy rara, y sintió como que se iba a desmayar. Se detuvo de pronto, y le dijo a la amiga: ``Espérame tantito: es que me siento fatal.'' Y la amiga se empezó a alarmar: ``¿Qué te pasa, Rosi? ¿Quieres que te lleve con un médico?'' ``No, no, espérame tantito'', decía Rosita.
Pues en ese instante, y en plena Gran Vía, ¡que se caga Rosita! Perdonen la vulgaridad, queridísimos, pero no hay otra palabra: ¡se cagó! Bueno, no vayan a pensar que se hizo un batidero, como en los chistes, pero sí perdió el control de los esfínteres y se alcanzó a ensuciar la ropa interior. Rosita nomás le dijo a su amiga: ``Me acaba de pasar un accidente y no quiero que me preguntes nada. Camina rápido.''
Como ya casi llegaban al café donde estaban los galanes, éstos, al verlas, empezaron a dar muestras de júbilo y regocijo, y a saludarlas con los aspavientos propios de aquellos sitios. Pero en cuanto llegaron al café, Rosita ni siquiera se detuvo a saludar y se fue directamente al baño. DiceÊque el galán se levantó para recibirla, y que lo tuvo que dejar con la mejilla al aire y el ceño fruncido, porque no se explicó su actitud tan cortante.
Rosita se metió al baño, satisfizo sus prosaicas necesidades, tiró los calzones a la basura, se limpió y se arregló como pudo, y fue a sentarse a la mesa donde la esperaban su amiga y los dos chavos. La de buenas que Rosita iba en jeans y que ésos no se le ensuciaron, porque si no, ¡imagínense! Para esto, la amiga le contó después que cuando ella se metió al baño, el pretendiente le dijo: ``¡Definitivamente no os entiendo! ¡Mira que llegar así sin saludar es cosa de baturros!'', o algo así, ¿verdad?, y estuvo a punto de irse, pero la amiga de Rosita lo convenció de que no lo hiciera.
Mejor se hubiera ido, pues Rosita, que se quedó muy incómoda por lo que le había sucedido, se mostró todo el tiempo esquiva y distante, y nunca permitió que el galán la tocara, ni mucho menos que se le acercara, porque tenía miedo de que sus aseos hubieran sido en vano y algo permaneciera de aquel olor tan fétido e inconfundible: ¡guácala!
Así fue como Rosita puso en mal el nombre de México, y nos hizo quedar a todas como unas payas, atrasadas y, sobre todo, veleidosas y raras: ¿cómo la ven? ¡Qué vergüenza!, ¿verdad?
Y el galán, por supuesto, nunca quiso volver a saber nada de mujeres que no hubieran nacido en aquellos castizos y excedidos lugares.
Y ya.
Ay, qué apuros. Qué difícil es esto.
-Le toca a usted, mi estimado.
-Mejor después.
-Ay, no, mi Fercito adorado: yo ya pasé por ese bochorno. Ahora te toca a ti.
-Si quieren empiezo yo.
-Por favor, Ivancito de mi vida, no trastornes el orden.
-Está bien.
-Bueno. Les voy a platicar una historia que pasó en mi pueblo...