Crisis y evaluaciones
Javier Velázquez Moctezuma
Recientemente, México sorteó otra de las interminablemente recurrentes crisis financieras. Esta tuvo la peculiaridad, nada trivial, de proponer un recorte sustancial del gasto público dedicado a la investigación científica y a la educación superior. Por fortuna, en el último momento se hicieron los ajustes necesarios para que, por ejemplo, universidades tan importantes como la UAM pudieran seguir operando, aunque con una restricción preocupante.
No es la primera vez que la comunidad científica se enfrenta a la incomprensión de las esferas gubernamentales, desde las cuales parece imposible entender la importancia estratégica que para el desarrollo del país debieran tener la actividad científica y la educación superior, íntimamente vinculadas. Ya ni siquiera por seguir el ejemplo de otras naciones, todas las industrializadas incluidas, que dedican un porcentaje del producto interno bruto (PIB) mucho mayor que en México a esas actividades que desde antaño consideran prioritarias.
< Como en otros ámbitos culturales del país, la actividad científica se ha desarrollado basada fundamentalmente en la creatividad, el entusiasmo y la abnegación de las personas involucradas, y de ninguna manera en las prebendas o buenas condiciones laborales que las diferentes instituciones ofrecen. Los obstáculos que los científicos mexicanos enfrentamos cotidianamente para el desarrollo de nuestros estudios son de muy diversa índole, y una mayoría de ellos sería impensable en los laboratorios de investigación de otros países.
La productividad de la comunidad científica mexicana, tomando en cuenta los magros recursos disponibles y las enormes dificultades burocráticas, cabría esperar que fuera sumamente modesta y de carácter local en su mayoría. Sin embargo, existen para nuestra fortuna grupos de investigación en diferentes áreas del conocimiento cuya producción tiene impacto y trascendencia a nivel internacional. Existen muchos ejemplos, incluido nuestro reciente Nobel, Mario Molina, de cómo científicos mexicanos trabajando en condiciones adecuadas, ni siquiera óptimas, pueden hacer aportes trascendentes al avance del conocimiento.
A partir de lo anterior, una inmediata conclusión sería la necesidad imperiosa de elevar el porcentaje del PIB dedicado a la ciencia (del 0.4 actual al 1.5 recomendado internacionalmente). No obstante, ello por sí solo no resolvería el problema si la comunidad científica no se empieza a liberar de ciertas condenas que se ha labrado. Me refiero a los procesos de evaluación, tanto de proyectos como de personas, a los que constantemente estamos forzados a enfrentar.
De las evaluaciones más polémicas, tal vez porque repercuten en el bolsillo de cada científico, destaca la que hace regularmente el Sistema Nacional de Investigadores. Si bien es cierto que la existencia del SNI ha representado un apoyo sustancial en la calidad de vida de los científicos y sus evaluaciones académicas son en la mayoría de los casos confiables, eso no significa que tenga un mecanismo de funcionamiento que no pueda ser susceptible de corregir excesos o deformaciones.
Una de las quejas más recurrentes de los científicos mexicanos se refiere a la cantidad de tiempo y esfuerzo que se dedica para responder a plenitud la solicitud que ha de presentarse ante el SNI. La cantidad de comprobantes, citas, datos y fechas que el sistema solicita en los formatos de evaluación obligan a dedicarles varios días de tiempo completo a esa sola actividad. Dados los deficientes servicios con que contamos, representan una carga de trabajo y tensión agregados que desvían a los profesionales de sus labores principales y que, tal vez, serían fácilmente modificables.
Parecería que la comunidad no es digna de credibilidad ante sí misma. La cantidad de candados y prevenciones para evitar que la comisión evaluadora sea engañada por investigadores inescrupulosos es excesiva, porque, hasta ahora, es muy bajo el porcentaje de simulaciones o fraudes detectados, e inútil porque quien decida cometer un fraude podrá recurrir a argucias que de ninguna manera puden ser previstas con ningún seguro. Así, una mayor dosis de confianza en las aseveraciones de la comunidad puede ser sumamente saludable.
Pero lo que sin duda es más importante es el patrón de evaluación con que se juzga a los científicos nacionales. Desde su nacimiento, el SNI ha exigido que, para el ingreso, los presuntos investigadores demuestren fehacientemente que se dedican primordialmente a la investigación y que su productividad llena los requerimientos de calidad y trascendencia científica que se exigen en instituciones reconocidas de otros países. Ese criterio, que pudiera ser plausible, se convierte en un grave error cuando desconoce las condiciones en que la producción científica se tiene que dar en nuestro país. Se dice, y con razón, que el esfuerzo para publicar un artículo de investigación desde México es similar al necesario para publicar seis o siete en Estados Unidos.
Las evaluaciones que se hacen al trabajo de investigación en México, por tanto, debieran tomar en cuenta las deplorables condiciones en que en la mayoría de los casos se desarrolla esa actividad, la pobreza de los recursos y los inclementes aparatos burocráticos, las deficiencias en los servicios que constantemente entorpecen el trabajo de investigación y, sobre todo, las restricciones financieras que irrumpen y hacen impensable una planeación seria siquiera a mediano plazo. Los recortes presupuestales deberían reconocerse y reflejarse en un recorte de los, a veces excesivos, requerimientos para ser considerado investigador nacional.
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