Adolfo Sánchez Vázquez
Ante la situación creada en la UNAM*
Me refiero, por supuesto, a la situación creada a raíz de la propuesta del señor rector de reformar el Reglamento General de Pagos y su aprobación posterior por el Consejo Universitario.
De esa situación forma parte medular el rechazo de una y otra por un sector de la comunidad universitaria y, particularmente, por el de los estudiantes. Ese rechazo se ha expresado no sólo en diferentes declaraciones, sino en actos concretos: manifestaciones en las calles, paros en escuelas y facultades, así como en la actual perspectiva posible de una huelga que traería consigo la paralización de la universidad y, tal vez, otras consecuencias imprevisibles e indeseables.
Por los riesgos que entraña para la vida de nuestra universidad, se trata de una situación grave. Por ello, cabe preguntar fundadamente: primero, ¿cómo se ha podido llegar o se ha contribuido -sin proponérselo nadie deliberadamente- a ella? Segundo, ¿qué podemos hacer los profesores, para que la universidad supere esa delicada situación?
Sin entrar en este momento en el contenido o fondo de la reforma propuesta y aprobada, objeto del rechazo citado, y concentrando, en primer lugar, nuestra atención en el procedimiento seguido -sin desconocer su apego a la legalidad universitaria vigente, pero sin ignorar tampoco el contexto social en el que se inscriben la UNAM y su historia-, consideramos que se pueden cuestionar tres aspectos que han contribuido a crear la situación existente.
Primero: la suma celeridad o sorprendente rapidez con que se ha llevado a cabo el proceso, después de 50 años de vigencia de las cuotas. ¿No habría valido la pena tomarse el tiempo necesario para abrir más espacios a la búsqueda de un consenso académico lo más amplio posible?
Segundo: la falta de mayor participación de la comunidad universitaria en el examen y discusión de la reforma propuesta y problemas adyacentes. ¿No habría sido conveniente dedicar más atención a la convocatoria y celebración de reuniones de profesores en sus colegios, a las discusiones entre ellos y, a la vez, entre ellos y los estudiantes, así como al diálogo de unos y otros con las autoridades universitarias? Podrá decirse que la participación se ha dado en los órganos que prevé la legislación universitaria y, particularmente, en los consejos técnicos. Ahora bien, aunque la concentración de la participación de profesores y estudiantes en los consejos técnicos haya sido formalmente correcta, toda la comunidad académica sabe que dichos consejos carecen de representatividad real, especialmente de los estudiantes. Por otra parte, si la UNAM es una institución pública, que como tal cumple sus objetivos propios (enseñar, investigar y difundir el saber) para servir así a la sociedad, ¿no habría sido provechoso escuchar las voces representativas de la sociedad a la que se debe? Ha habido, pues, en diversos sentidos, un notable déficit de participación.
Tercero: es cuestionable también el planteamiento mismo del alza de cuotas en una forma que, a la vez, es fondo. Es cuestionable que se haya planteado como si se tratase de un asunto puramente presupuestal: la universidad necesita recursos -lo que es evidente- y la elevación de las cuotas contribuirá a proporcionarlos. Pero, tomando en cuenta el presupuesto en general y el volumen de carencias de la universidad, la contribución con el alza de cuotas será prácticamente inoperante. Y por lo que toca al planteamiento de la no gratuidad de la educación en la universidad -sin dejarnos enredar en la cuestión jurídica o constitucional correspondiente-, es innegable que la educación en la UNAM nunca ha sido gratuita. Y no sólo porque siempre se han pagado cuotas -aunque éstas sean hoy insignificantes-, sino también -y eso es insoslayable- porque el estudiante o sus padres han tenido que pagar no sólo las cuotas, sino todo lo que es indispensable para poder seguir sus estudios: alimento, vivienda, libros, útiles, transporte, etcétera. Y ello, en un país en el que la mitad de la población vive en la pobreza y un cuarto de ella en la pobreza extrema, significa una carga que muchos, muchísimos, no pueden soportar. De ahí el alto índice de deserción escolar en nuestra universidad. Y cuando el estudiante trabaja para no desertar, es innegable que eso se traduce en una merma de su rendimiento académico, perjudicial para él y para la universidad. Ese problema es mucho más grave y acuciante que el de las cuotas.
Como institución pública, social, la universidad debe acoger en su seno a todos los que posean las aptitudes académicas necesarias, ofreciéndole los medios indispensables para seguir sus estudios, lo que no se reduce a la exención del pago de cuotas. Ciertamente, se trata de una responsabilidad, académica y social a la vez, que la UNAM no puede cumplir por sí sola. Es una responsabilidad de la que no puede ni debe zafarse el Estado. Por ello, hay que exigir -y en esa exigencia deben participar unidos autoridades, profesores, estudiantes y trabajadores de la UNAM- que el Estado otorgue los recursos necesarios para ello, recursos que él puede y debe extraer de una justa política impositiva.
En consecuencia, educación gratuita que, más allá de la exención de cuotas, comprenda una ayuda efectiva a quienes no pueden sostener sus estudios. De lo contrario quedarán discriminados académicamente quienes carecen de los medios indispensables. Con ello, si el Estado le niega los recursos necesarios, la universidad seguirá siendo un espacio de reproducción de la injusta desigualdad social existente.
Educación gratuita, pues, como regla general, aunque como toda regla ha de tener su excepción: la de aquellos que por sus altos ingresos -o los de su familia- pueden pagar una cuota significativa y sostener sus estudios. La gratuidad de la educación en una institución pública, como la UNAM, se hace necesaria no sólo por razones de justicia social, sino también por la académica de no privarse la universidad de un valioso potencial humano necesario para el mejor cumplimiento de sus fines.
Finalmente, volvamos a la situación existente. Estamos ante el riesgo de un enfrentamiento indeseable que podría prolongarse con el daño que representaría para la universidad. El enfrentamiento sería índice de que el problema de la reforma del reglamento de pagos, lejos de haberse resuelto con su aprobación, ha creado un conflicto más grave. Y una solución que agrava el problema no es solución. Para afrontarlo de nuevo hay dos vías a seguir: la autoritaria de las amenazas, descalificaciones o sanciones que propician la violencia y la intolerancia, o la democrática que invita al intercambio de ideas y argumentos, al diálogo y a la discusión en un clima de tolerancia y respeto mutuos. Como universitarios, debemos inclinarnos por esta última, que es la propiamente universitaria.
* Ideas expuestas por el autor en las reuniones de profesores eméritos de la UNAM y de profesores de carrera de la Facultad de Filosofía y Letras, celebradas respectivamente los días 5 y 9 de abril.