Con un gran despliegue de propaganda, el rector de la UNAM ha abierto un plazo para recibir propuestas de quienes han manifestado su desacuerdo con el Reglamento General de Pagos de la Institución. Más que un diálogo, la propuesta consiste en abrir una ventanilla de recepción de escritos que serán analizados por la Comisión de Presupuestos del Consejo Universitario. La condición de Barnés es que las propuestas permitan ``mejorar el Reglamento'', con lo cual se desecha la oportunidad de analizar temas anteriores no resueltos, el más importante de los cuales es determinar con claridad si el cobro de cuotas tiene efectos redistributivos a favor de sectores desfavorecidos, o contribuye a aumentar la desigualdad; es decir, discutir si la defensa de la gratuidad encierra un ``simplismo reaccionario'', como lo ha calificado Federico Reyes Heroles, o es un rasgo deseable y legítimo del modelo público de la Universidad.
En el documento presentado al Consejo Universitario, el rector opone la noción de ``gratuidad'' a la de ``equidad'', insistiendo en lo que ha sido el eslogan de su reforma: ``la UNAM debe ser gratuita para los que lo necesiten''. Independientemente de que el texto constitucional no haga la distinción que quiere Barnés, el contenido del reglamento no corresponde al principio de justicia distributiva que se insinúa en los medios masivos para apoyarlo. Eximir de pago a los estudiantes cuyas familias ganen menos de cuatro salarios mínimos mensuales, significa cancelar un derecho social para miles de familias que ganan poco más que eso. Las reformas salinistas también fueron hechas en el nombre de los más pobres.
En realidad, el llamado del rector no es una iniciativa para el consenso político en la Universidad, sino una estrategia más en el esfuerzo de sacar adelante la propuesta original, en este caso construyendo el perfil supuestamente contestatario y carente de propuestas de los estudiantes. Ante una huelga inminente, el rector ha señalado que sería más costoso que la Universidad se convierta en rehén de grupos, aun si, a cambio de no ceder, haya que cerrar un tiempo sus puertas. Así, el futuro inmediato de la UNAM es preocupante porque, a diferencia de conflictos anteriores, esta vez ni siquiera se abre un espacio para traducir las diferencias en argumentos. Si por parte de la rectoría los mensajes de propaganda masiva sustituyen a una justificación rigurosa del reglamento aprobado y de sus consecuencias sociales, por parte de los estudiantes, la aproximación al tema depende de muy diferentes perspectivas, desde la vigencia de principios ideológicos tradicionales de la educación mexicana hasta la experiencia desideologizada de andar por los salones sin monedas en el bolsillo. De este modo, la Universidad no es tanto rehén de los grupos, sino de la incomunicación y de la incapacidad de traducir unas perspectivas en términos inteligibles para los otros. En este sentido, el diálogo haría de los estudiantes un sujeto colectivo con voz audible y prudencia en su actuar, lo cual no sólo debería interesar a las autoridades universitarias, sino a las estatales, pues la inconformidad de miles de jóvenes siempre ha sido un desafío a la gobernabilidad.
Se ha acusado al actual movimiento estudiantil de falta de discurso propositivo. El intento del rector de obligar a los estudiantes a poner sus ideas en un marco estrecho, preestablecido, y enviarlas a una Comisión de Presupuestos bajo el formato de meros ajustes al reglamento aprobado, busca afianzar el estereotipo. Una vez concluido el plazo límite, las autoridades universitarias acusarán a los estudiantes de ser incapaces de formular alternativas viables o recogerá detalles menores. Detrás de esta estrategia de comunicación no se quieren mencionar, por ejemplo, que entre 1994 y 1998 el gasto por alumno en educación superior disminuyó 46.3 por ciento y que seguirá disminuyendo al mismo tiempo que aumenten las colegiaturas.
Así, una vez más, la comunidad estudiantil es arrojada a una huelga que no quiere, bajo una etiqueta de supuesta irresponsabilidad cuidadosamente construida. Pero el papel ético y político de los jóvenes no es diseñar esquemas técnicos de financiamiento o estrategias de cobro, sino alcanzar un acuerdo justo con compromisos recíprocos viables. De cualquier modo, la estrategia no evitará que el movimiento estudiantil muestre su verdadero rostro, un rostro nacional cuya propuesta es la recuperación del compromiso estatal con la educación superior. Los cotos de mostrar ese rostro por la vía del diálogo son definitivamente menores que por la vía de la confrontación.
* Consejero Universitario por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM