Lee uno los periódicos y nada de lo que ocurre en México es estimulante. La brújula está enloquecida, y no hay una dirección política creíble y confiable que señale con precisión dónde está el norte y dónde está el sur.
En la escala en que nos ubiquemos, el resultado es el mismo: por un lado se defiende el poder de quienes ya lo tienen y el proyecto que los ha unido, y por el otro lado se lucha contra ese poder y ese proyecto sin precisar qué se quiere. Jugamos a las adivinanzas todo el tiempo, especulamos y suponemos, y lo único que hay en el fondo es una extraña creencia de que en algún momento encontraremos el camino hacia un futuro mejor que el largo y contradictorio presente que vivimos.
Lo único peor que la incertidumbre es la certidumbre de que ya no hay nada que hacer. Si esto es cierto, entonces lo único que vale la pena es encontrar lo que se debe hacer y para qué. Antes el pensamiento radical --que ahora tanto se critica-- nos orientaba sobre lo que queríamos y una vez de acuerdo se luchaba por diversos medios por conseguirlo. Sin embargo, no hubo victorias aunque sí mártires y santones, tanto de carne y hueso como de papel. Aun así, algo se lograba y gracias a esto se avanzaba históricamente en sentido positivo. Ahora no hay pensamiento radical y el que se le parece es más bien intransigente, incapaz de oír a los demás y de debatir con la razón. Pero la ausencia de pensamiento radical no ha traído nada bueno, ninguna victoria tampoco, pues todo lo que se propone desde posiciones no radicales parece servir sólo a quienes tienen el poder y el proyecto por el que están en el poder. Falta la alternativa, como lo fue en algún momento el socialismo (¿ya no es alternativa?). Ahora ni la palabra se menciona y aunque esté escondida en las intenciones manifiestas de algunos líderes, mejor se oculta para no motivar anticuerpos ideológicos en quienes dicen que las ideologías ya no existen. Estos, por cierto, son parte de quienes tienen el poder y un proyecto: a escala, el proyecto de mantenerse en el poder y gozar de sus privilegios presentándose como los nuevos ideólogos de las supuestas no ideologías.
Entre los que no tienen poder hay diversas posiciones. Pongamos dos ejemplos. Varios amigos me han dicho que a pesar de lo que ha estado ocurriendo en el PRD votarán por él, pues no hay otra opción antineoliberal, etcétera. Quizá yo podría pensar lo mismo cuando me encuentre frente a una boleta electoral. Pero se trata de lo menos peor. Otros amigos, más ``radicales'' que los anteriores, me han dicho que no vale la pena votar, sino que lo importante es organizarnos para presionar al gobierno que sea y obligarlo a ``mandar obedeciendo'' (en copia de un zapatismo idealizado y poco comprendido), y cuando uno busca la organización social o su semilla nos encontramos con divisiones y con redentores que lo único que tienen como fortaleza es el desprecio por los que no piensan igual. En este caso, también, se carece de proyecto y éste, si acaso, se convierte en los hechos en un estar en contra de todo o, peor, en una utopía absurda y superada por la razón desde los años 70 del siglo pasado: que todos seamos iguales, como si de veras pudiéramos serlo, y como si los intransigentes lo aceptaran de quienes no piensan igual.
Hay, sin embargo (no todo es negro), quienes sí están interesados en entender y debatir el presente y las posibilidades del futuro. Unos en sus luchas por la defensa de lo que en muchos años y con muchos esfuerzos han conquistado (los electricistas, por ejemplo), otros protestando con la razón contra lo que se les quiere imponer (los estudiantes universitarios no sectarios), otros más por la restitución de derechos que se les han conculcado (los indígenas zapatistas), etcétera. Pero falta el debate nacional que ubique éstas y otras luchas en una alternativa a lo que está ocurriendo; es decir, qué queremos y cómo alcanzarlo.