Los argumentos que han empleado las autoridades de la UNAM intentando aplicar al estudiantado nuevas cuotas deberían ser válidos para todos los actores involucrados en la educación superior. De acuerdo con ese reglamento, las cuotas estudiantiles habrían de elevar el presupuesto de la UNAM en alrededor de 3 por ciento, y todos convenimos en que un aumento mayor acentuaría la elitización y la desigualdad de oportunidades.
Lo menos que podemos exigir a la burocracia de la institución es que racionalice sus gastos (salarios, personal de confianza, gastos discrecionales, equipos y servidores personales, acceso a costosísimos medios de influencia sobre la opinión pública...). Podríamos alcanzar así ahorros comparables con el esfuerzo que tendrán que hacer las familias de los estudiantes (esfuerzo que también deberemos solicitarle a los trabajadores y a su burocracia sindical: ¿la idea de productividad se relaciona con ellos, las tiendas son necesarias?). Las economías así logradas serían destinadas a mejorar las condiciones salariales de los docentes pero, claro está, ello exigiría que se hicieran públicos todos los renglones del gasto de manera desglosada y comprensible.
Los académicos, a la vez, tendríamos que comprometernos a equilibrar mejor nuestro esfuerzo: todos, en cualquier universidad, estamos obligados a impartir clases ante grupos de alumnos (muchos de nuestros investigadores no lo hacen). Al mismo tiempo, los profesores con altas cargas docentes deben ser remunerados cuando, para superarse, trabajan en el cubículo o en la biblioteca. Tales correcciones mejorarían nuestros recursos.
Pero lo que en el mundo entero ha mejorado la contabilidad ha sido la capacidad de esas instituciones para ofrecer servicios a su entorno social, gubernamental y empresarial. Recordábamos hace unos días que la tercera parte del presupuesto de la enorme Universidad de California procede de sus servicios médicos. Sabemos por otra parte que la UNAM presta servicios, a veces en condiciones de gratuidad, a Recursos Hidráulicos, a Caminos y Puentes, a Resistol, a la ICA, a Salubridad, al gobierno de la ciudad (¿en dónde están los datos?). ¿Por qué ninguno de nuestros últimos tres rectores, químicos, juristas y médicos, ha comenzado su reforma de cuotas por ahí, y todos se han ensañado con los estudiantes?
Si entre alumnos, burócratas, trabajadores y profesores podemos mejorar entre 10 y 20 por ciento los recursos de la institución, el renglón de los recursos autogenerados descritos en el párrafo anterior podría duplicar esa suma. Las finanzas universitarias crecerían alrededor de una tercera parte.
Si el rectorado y el gobierno federal realmente creen en sus palabras y, en consecuencia, la educación superior y el desarrollo de la ciencia y la técnica está en la base de la solución de los problemas nacionales, entonces deberían aceptar el siguiente pacto: por cada peso que la UNAM genere por el esfuerzo de sus actores intrínsecos y de sus servicios prestados, el gobierno deberá aportar otro tanto (y no restarlo del menguado presupuesto de la educación superior como la gran mayoría de los mexicanos lo tememos con esta reformitis: ``la burra no era arisca...''). Con 1 por ciento al consumo de tabaco y de alcohol en el valle de México, pagado por las empresas, bien contado y sin corruptelas, buena parte de ese nuevo subsidio a la educación podría ser cubierto.
Luego entonces, si la política de cuotas fuera válida para todos los actores involucrados en la educación superior (internos y externos a la universidad), el presupuesto podría incrementarse en más de 50 por ciento. Dicho incremento no debe servir para que los unamitas vivamos más confortablemente (aunque sí en el caso de los pobresores), sino principalmente para que la cobertura educativa mejore poco a poco: es increíble que en los últimos diez años haya caído de 30 a 10 por ciento el número de estudiantes admitidos por la UNAM con respecto al total de los que tocan a sus puertas. No queremos recortar la plantilla docente, queremos que sea capacitada para recibir a más alumnos. Qué irónico, la juventud nos amenaza con querer estudiar: ¡qué altaneros! los 63 mil aspirantes que este domingo quedaron excluidos de la Universidad Nacional.
Nos encontramos en la víspera de una huelga y ha echado a andar un proceso de radicalización y de asambleísmo en la UNAM. Hace doce años vivimos lo mismo; Barnés ya era un político activo. ¿Por qué atentar así contra nuestra casa? ¿Por qué hacerlo con un reglamento de pagos tan parcial y ``aprobado'' a escondidas? Por qué no poner a discusión también algún plan como el que aquí proponemos: ¡cuotas para todos, huelga para nadie!; a cada quien según sus posibilidades. Es más, intentemos ahora la reforma de pagos con algún otro actor por delante.