Nos hemos acostumbrado a imaginar el rumbo político del país como si todo estuviese al amparo de un azar inclemente y cruel. ''Si no se hace tal o cual reforma... si el Presidente no hace caso de... si los partidos siguen tal o cual curso... todo puede ocurrir y, lo más probable es que sea lo peor''. Sin embargo, habría que admitir que lo que ocurre no es, después de todo, tan extraño. Y que sus desenlaces probables no nos son tan extraños o inextricables. Más bien, podría decirse que lo que ocurre responde, en lo fundamental, a lo que podría haberse previsto y en parte evitado, si la coyuntura nos hubiera dado un respiro y si los intereses dominantes no hubiesen sido tan miopes y díscolos.
En el Partido Revolucionario Institucional (PRI), por ejemplo, se vive día con día el deterioro anunciado de una forma de hacer política que no responde más a los avances registrados por la transición que desataron Reyes Heroles y López Portillo, con sus reformas electorales limitadas y desde arriba. Entonces arrancó en México lo que Arnaldo Córdova llamó una revolución política, que iba a poner contra la pared a los actores principales del sistema autoritario y corporativo que hizo posible gobernar el México posrevolucionario.
Así fue vista la reforma por los líderes sindicales, que en su mayoría ya murieron, quienes una y otra vez plantearon a sus compañeros del viaje corporativo, los empresarios de entonces, la necesidad de una alianza para cerrar el paso a la oposición que, según ellos, pondría en peligro la paz laboral basada en el charrismo. En el gobierno y los sindicatos, pero también en el mundo de la empresa protegida, se hablaba de la ''tendencia democrática'' como de un fantasma al que había que exorcizar cuanto antes.
No ocurrió así, aunque los sindicalistas insurgentes y democráticos de aquellos días pagaron los costos de tan reductiva e inculta visión del desarrollo político nacional. Por su parte, el sindicalismo oficialista pasó a mejor vida en el curso del tiempo, sin que nadie pueda hoy, en público, extrañarlos.
Los propietarios prefirieron gozar las mieles del auge petrolero; simularon junto con el gobierno una alianza para la producción, que en realidad fue un jolgorio de consumo, importación y deuda, y en tanto les fue posible individualmente, se ''cubrieron'' con capitales fugados. El canto del cisne de esta peculiar forma de cooperación social fue la expropiación bancaria que hizo trizas la confianza del capital y puso al Estado en rumbo de colisión con su clientela tradicional y con sus propias fantasías de cambio político controlado, como lo constataríamos todos en 1998.
Entonces empezó a vivirse aquella ''revolución política'' de que hablaba Córdova. Para afianzar el poder del Estado, se recurrió a todo tipo de negociación de emergencia y el resultado fue un Congreso que más que plural, era harapiento, sin ninguna capacidad para encauzar el cambio político portentoso que se asomaba con toda fuerza.
Luego, todo ha sido transición y más de un descalabro que podía haberse evitado si las fuerzas políticas renovadoras no hubiesen estado tan dominadas por la inercia presidencialista y la herencia priísta. Dentro del gobierno y en los propios partidos de la oposición ha primado un reflejo que deja poco espacio a la exploración y la innovación institucional, entre otras cosas, porque lo que impera en la mentalidad opositora no es la necesidad de unas visiones alternativas para el Estado o la economía, sino el cálculo sobre la conducta del Presidente o la convicción absoluta de que la derrota total del PRI, su salida de Los Pinos y del país, es una condición sin la cual no hay democracia creíble ni transitable en México.
Echar al mar al PRI y los priístas se ha vuelto sueño y misión, sin que a ello siga la obligada consideración sobre las implicaciones que tal suceso traería consigo para la organización estatal, la gobernabilidad o las relaciones económicas domésticas y foráneas. No se trata de la alternancia, sino de realizar un fulminante acto de contricción nacional, encontrado por fin el chivo expiatorio que sanará heridas y redimirá pecados: después de todo, dijo Monsiváis alguna vez, ''todos somos priístas''.
Nuestra conducta política tiene raíces históricas identificables. No se puede renunciar a ellas, so pretexto del nuevo milenio o el fuego nuevo.
Evocarlas y buscar su superación racional debería ser la tarea principal de las fuerzas del cambio con sentido que México necesita. Mientras ''nos cae el veinte'', por lo menos no nos sorprendamos de que el debate nacional se centre en los ''descubrimientos'' de las entrevistas de Cárdenas y Salinas, o en el traslado de Raúl Salinas a un penal menos inicuo que Almoloya. A la negación de la memoria no puede sino corresponder la exaltación del despropósito.